La manifestación pacífica del 25 de octubre pasado visibilizó demandas sociales muy diversas. Entre ellas, un anhelo por mayor igualdad de oportunidades, mayor dignidad en el trato y por una mejor y más eficiente prestación de servicios en áreas prioritarias como la salud, educación y pensiones.
Se trata de demandas que llevan larga data en el debate político y que, sin embargo, no han tenido una respuesta eficaz, menos oportuna, de parte del Ejecutivo y del Congreso. Estos han sido incapaces por años de adoptar los acuerdos necesarios para solucionar los verdaderos problemas de la ciudadanía. Y, atención, que no estamos hablando de materias que requieran de quorums supramayoritarios para ser aprobadas; pueden legislarse o por mayoría de los miembros presentes o de los miembros en ejercicio del Congreso.
A la falta de acuerdos, se ha sumado la excesiva lentitud del proceso político-legislativo para abordar temas complejos (como la migración sostenible) y una seguidilla de políticas públicas adoptadas en base a la emoción (últimamente, el lema nacional parece ser por la razón o la emoción) que han generado efectos indeseables en el crecimiento y el empleo o han favorecido a quienes no lo necesitaban. Y los platos rotos los han pagado los más vulnerables y los sectores medios. Y es que las políticas públicas mal diseñadas y pobremente debatidas impactan a todos, pero más fuertemente a los más desaventajados. Es decir, mayor desigualdad auspiciada y promovida por una pobre e inoportuna discusión legislativa en el Congreso.
La insatisfacción de la población con un Estado ineficiente, incapaz de resolver sus problemas, es una insatisfacción con el proceso político, no con la Constitución. Pero la política es una entelequia muy difusa. Como en otros temas, había que buscar rápidamente otro culpable, uno que les permitiera a los políticos deslindar su propia responsabilidad. Un culpable más sencillo de apuntar con el dedo, algo así como el fin al lucro o No + AFP.
Y los políticos no tardaron. Dieron con la Constitución. Pues fueron ellos, y no los manifestantes, los que clamaron por una nueva Carta Fundamental. Abatida, tras años de golpes propinados por la ultraizquierda que le ha cargado ser la causa de los problemas sociales (aun cuando ello tenga nulo fundamento como lo han reconocido personeros moderados de la oposición), la Constitución debía caer para redimir a los políticos ¡Vaya ironía! La estrategia, además, hacía sentido con el relato instalado durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet: solo un gran listado de derechos sociales en la Constitución y un mayor rol del Estado serían la solución. Lo cierto es que el Estado chileno, bajo la Constitución vigente, tiene un rol muy similar al de los Estados en países europeos que admiramos, y muchos de esos países no tienen listados de derechos sociales. Pero nadie sabe eso, lo que facilita el flujo de las emociones por sobre la razón. Nos dicen que solo el borrón y cuenta nueva del culpable permitiría abordar los problemas.
Bien curioso, considerando que con esta Constitución la pobreza en Chile ha caído, desde los 90, de niveles cercanos a un 68% (en una medición comparable con la actual) a un 8,6% y la clase media llegó a representar más del 60% de la población. Pero los datos sobran en la era de la “emocracia” (el termino no es mío). Es más interesante contar con un culpable.
¿Nos tragaremos de nuevo el cuento? Porque con la consigna No + AFP nos tuvieron embolinada la perdiz por años hasta que los legisladores, sin saber para quien trabajan, demostraron con el 10% que las AFP no solo no nos habían robado los fondos, sino que los habían multiplicado y los tenían disponibles rápidamente para los ciudadanos. ¿Dejaremos que los políticos deslinden responsabilidades y jueguen con nuestras expectativas, o los conminaremos a legislar ahora y con eficacia sobre los pendientes? Una nueva Constitución podría colmarse de derechos sociales, como en Ecuador y Venezuela, y quedar en letra muerta si el Estado es ineficiente y está desfinanciado (como en el del Chile pospandemia).
En cambio, poner el foco en el crecimiento, responsable del 67% de la reducción de la pobreza, legislar en base a la evidencia y oportunamente (lo que requiere de un sistema electoral que tienda a los acuerdos y no a la atomización) y poner las fichas en un Estado eficiente, que no despilfarre su plata, sí hará la diferencia. Y eso lo podemos exigir ahora, sin la incertidumbre de una hoja en blanco. Eso es parte de lo que está en juego.