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Editorial
Martes 04 de agosto de 2020
Preocupante giro en La Araucanía
Tan equivocado como reducir el conflicto solo a una cuestión delictual, es suponer que se resolverá mediante la ruptura de la legalidad.
El llamado conflicto mapuche se arrastra por años sin encontrar un camino de solución. Al contrario, los acontecimientos más recientes sugieren un nuevo y preocupante giro, no solo por la escalada de violencia ocurrida, a pesar de estar la zona bajo estado de excepción y con toque de queda, sino además por los inéditos enfrentamientos entre particulares que se vieron este fin de semana. Todo ello supone un desafío para el Gobierno, pero demanda también madurez del mundo político para asumir la gravedad del problema y privilegiar la responsabilidad por sobre reacciones oportunistas.
Parece a estas alturas evidente el agotamiento de la política de entrega de tierras iniciada por los gobiernos de la Concertación, que en los hechos puede incluso haber terminado incentivando acciones de fuerza por parte de comunidades para presionar a la autoridad. A su vez, las mesas de diálogo, si bien han arrojado propuestas valiosas, no han significado tampoco el fin de los conflictos, y los planes de desarrollo de la infraestructura no han tenido la continuidad necesaria, o no han contado con el apoyo de aquellos grupos que prefieren el enfrentamiento como bandera de lucha. En rigor, tampoco las reivindicaciones de la etnia se han articulado de una manera clara, concreta y acotada.
El actual gobierno definió este tema como una prioridad de su gestión. Sin embargo, la muerte del comunero Camilo Catrillanca a manos de una patrulla de Carabineros desmoronó los intentos por establecer un diálogo constructivo sobre la base de fortalecer las confianzas; este episodio, sumado a la “Operación Huracán”, ocurrida en el último año de la administración Bachelet, terminó de desnudar la precariedad del trabajo policial en la zona. La violencia vivida por el país a partir de octubre de 2019 no contribuyó a calmar los ánimos, pero además en los últimos meses se inició una nueva ofensiva, tanto en la Región de La Araucanía como en la provincia de Arauco (Región del Biobío) que, tomando como bandera el apoyo a miembros de la etnia formalizados o condenados por graves delitos, ha desafiado el estado de excepción declarado con motivo de la pandemia. Si hasta julio se contabilizaba una cifra récord de 38 ataques incendiarios a maquinaria forestal, además de hechos como la explosión de un vehículo en el puente Lleulleu, la quema de escuelas y atentados contra transportistas en la Ruta 5, solo en la última semana se sucedieron episodios como el descarrilamiento de un tren de carga industrial o el ataque al sistema de radar del aeropuerto de Temuco. A eso se agregó la toma de 5 municipios de la región por comuneros mapuches, impidiendo su funcionamiento y los servicios a la comunidad que en ellos operan. La tensión generada, y la ausencia de una decisión de las autoridades locales para desalojar, parecen haber llevado a la población civil —en circunstancias que en todo caso deben ser aclaradas mediante una investigación— a intentar, la noche del sábado y en al menos dos comunas, hacerlo por sus propios medios, generándose violentos enfrentamientos. La fuerza policial debió intervenir para impedir que continuara el choque entre civiles, concretándose finalmente el desalojo.
Frente a ello, sectores de oposición han reaccionado responsabilizando de la situación al ministro del Interior por haber viajado a la zona el viernes pasado y llamado a que los alcaldes pidieran el desalojo de las respectivas sedes edilicias, lo cual —dicen— habría motivado luego a los civiles a proceder por su propia cuenta. Es, sin embargo, difícil advertir cuál puede ser el vínculo entre un llamado a recurrir a los mecanismos institucionales para terminar con una situación anómala, y un enfrentamiento entre civiles que precisamente ha supuesto el desborde de esa institucionalidad. Más complejo aún resulta el fondo de la crítica, que parece reconocer legitimidad a acciones de fuerza como son las tomas y en cambio estima censurable el mero hecho de que la autoridad encargada del orden público viaje a un lugar del país donde ese orden está siendo desafiado. Si, con razón, preocupa y debe rechazarse el que particulares se enfrenten violentamente con otros particulares, tal rechazo debe hacerse extensivo a toda acción de fuerza ilegítima.
Cuando el país se apronta a iniciar una discusión crucial sobre sus normas de convivencia, cabe recordar que la primera de ellas es siempre la de renunciar a la violencia y reconocer al Estado el monopolio de la fuerza. La pretensión, ya sea de modo directo o sibilino, de desconocer este principio erosiona la democracia. Por cierto, el llamado conflicto mapuche excede el solo ámbito de la seguridad pública y demanda nuevos esfuerzos de diálogo y políticas de desarrollo integrales. Pero tan equivocado como reducirlo solo a una cuestión delictual, es suponer que podría ser resuelto mediante la ruptura de la legalidad.