Hay ocasiones en que las analogías, las comparaciones, en vez de iluminar un problema revelan en qué consiste.
Ocurrió este viernes con las declaraciones del ministro del Interior.
Consultado acerca de su permanencia en el gabinete y las dificultades que ha experimentado, declaró:
“Mientras contemos con la confianza del técnico como se dice, vamos a seguir en la cancha (…) uno siempre quiere ser titular (en el equipo), obviamente hay patadas a veces que lo pueden dejar a uno medio maltrecho, pero cuando a uno le gusta el fútbol, siempre trata de jugar con pasión en la cancha”.
¿Será verdad que la política, el manejo de los asuntos comunes, la búsqueda del bienestar social, se parece al fútbol?
Veamos.
El fútbol es un juego, un asunto de entretención que aligera la vida, en el que quien gane o quien pierda importa, la verdad, bastante poco. Es cierto que hay algunos hinchas patéticos que quedan al borde del llanto o del suicidio cuando su equipo pierde o es humillado en la cancha (y es verdad que incluso fanáticos notables como Camus vieron en el fútbol una escuela de moral); pero a poco andar esos hinchas frenéticos, absurdos y desequilibrados (habría que exceptuar de todas esas calificaciones a Camus, desde luego) recuperan la cordura y caen en la cuenta de que, después de todo, después de las patadas y todo eso, no se trataba más que de un juego, de una convención destinada a entretener, una lucha ritualizada que sublima pasiones irracionales, la mera realización de nostalgias tribales.
Pero ¿puede decirse eso de la política, que es ligera y trivial como el fútbol?
Por supuesto que no. Y quizá aquí en esa ligereza en su concepción de la política radique parte del problema que el Gobierno, y el mismo ministro, experimentan. Y es que una concepción liviana y pueril del propio quehacer siempre conduce a una ejecución del mismo igualmente liviana y pueril. Una pobre comprensión de la realidad conduce a un manejo igualmente pobre de la misma.
Cuando la política experimenta sus propios límites, como está ocurriendo hoy, se requiere de quienes la ejercitan a un mayor nivel conceptual a la hora de transmitir su sentido a los ciudadanos.
En vez de formular analogías pueriles como esta entre la política y el fútbol.
La única analogía entre el fútbol y la política es que ambos son actividades sociales regidas por reglas (como ocurre con todos los quehaceres sociales, dicho sea de paso). Pero hasta ahí llega la analogía. Porque la política no tiene por objeto aligerar la vida de quien la practica, ni entretener a quien la observa, ni es una lucha ritualizada y simbólica, ni tampoco “la recuperación semanal de la infancia” (según la espléndida fórmula con que Javier Marías definió al fútbol). La política es un quehacer que consiste, nada menos, en decidir cotidianamente cómo se configura la vida en común, de qué forma se distribuirán las oportunidades y los recursos, cuál es el coto vedado a la voluntad colectiva, qué voluntad imperará, y por eso de ritual tiene harto poco (al extremo que Von Clausewitz, como todos saben, observó que entre la política y la guerra había un cierto parentesco, un hilo que las unía). Sobran los autores (Weber, el mismo Von Clausewitz, Schmitt) que llaman la atención acerca del hecho de que la política supone torcer la voluntad ajena para imponer los propios fines en la vida social, nada pues parecido a un inocente juego de patadas, pitazos, comentarios livianos, entrenadores y goles.
Así entonces, ni lo que ha ocurrido estas semanas, ni lo que ocurrirá en las próximas, se parece a un juego inocente, ni sus actores deben concebirse como jugadores dirigidos por hilos invisibles que llegan a las manos de un entrenador. Nada de eso. La política tiene que ver con un choque de voluntades que la cultura democrática (a veces con poco éxito como se ha visto estos días) intenta mediar con la razón.
Pero ahí tiene usted a un ministro del Interior -el jefe de gabinete, nada menos- revelando una pobre concepción de su quehacer y de sí mismo: el quehacer público análogo a un juego; su desempeño, al de un jugador, y su destino, atado a la decisión de un técnico.
¿No radicará allí parte de los problemas que experimenta la política hoy en el Gobierno y la oposición, que en esto se parecen de manera alarmante?, ¿que quienes la desempeñan tienen una concepción pueril y superficial de su labor, que poseen una falta de sentido de grandeza en lo que hacen?
Cuando las instituciones están débiles (como ocurre en Chile) el único pilar sobre el que descansan es la conducta y la manera en que las conciben las personas que se desempeñan en ellas. Y la concepción que el ministro del Interior ha mostrado es -no vale la pena ocultarlo- más bien pobre, y quizá ahí radique también la pobreza de su gestión.