Una de las primeras lecciones que se reciben en las clases de derecho se condensa en la frase “las cosas son lo que son y no lo que se dice que son”. Es lo que sucede con el proyecto que autoriza el retiro del 10% de los fondos previsionales; se le llama reforma constitucional, pero todos saben que se trata de un proyecto de ley.
¿Por qué sucede esto? Desde hace un tiempo varios parlamentarios han estado presentando proyectos de ley que son de iniciativa del Presidente de la República. Como son proyectos inconstitucionales y tienen el riesgo de ser declarados inadmisibles, algún abogado “creativo” —dudo que haya sido un parlamentario— advirtió que no había iniciativa exclusiva del Presidente para reformar la Constitución. Entonces, lo que era una iniciativa de ley se transformó por arte de magia en un proyecto de reforma constitucional que autoriza el retiro del 10% y luego encarga a una ley su regulación, obligando al Presidente a presentarla.
Más aún: pese a que varios proyectos presentados modificaban el derecho de propiedad o el derecho de seguridad social, la Comisión de Constitución de la Cámara, para reducir el quorum de 2/3 a 3/5, lo transformó en un proyecto que agrega disposiciones transitorias al texto constitucional.
Es la trampa perfecta, porque así con unos votos de parlamentarios oficialistas se logran los 3/5 y se aprueba una reforma constitucional que, aunque formalmente apegada a la Constitución, vulnera la reserva de ley que ella atribuye al Ejecutivo. Más que ante un resquicio, estamos frente a lo que en teoría del derecho se conoce como “fraude de ley” y que se configura cuando se ejecuta un acto bajo la protección formal de una norma, pero para obtener un resultado prohibido por otra. En este caso, bajo el ropaje de una reforma constitucional amparada en los artículos que regulan ese proceso en el texto constitucional, se obtiene un resultado vedado por las normas constitucionales, a saber, que los parlamentarios inicien proyectos de ley en materia de seguridad social o que impliquen gasto fiscal.
Por cierto, los defensores pueden argumentar que se cumplen todos los requisitos exigidos para una reforma, pero eso es justamente lo que constituye el fraude de ley: apego formal a las normas, pero obtención de un propósito contrario al ordenamiento jurídico. Siendo así, procede la sanción a todo fraude de ley, que no es otra que la aplicación al acto de las normas que pretendía burlar.
Por eso esta seudorreforma constitucional no debe prosperar, por más que se trate de un proyecto popular —¿cómo no lo sería si autoriza a sacar dinero libre de impuestos y sin tener que restituirlo?—. Y no porque sea regresiva o destruya el sistema previsional, sino por algo de mucho mayor gravedad: porque abre un camino sin retorno hacia el colapso de un diseño de gobierno que viene de la Constitución de 1925 y que ha conjurado los riesgos del populismo fiscal. Esto no es ser catastrofista, sino pensar con un mínimo realismo. ¿Habrá ahora algún parlamentario que ante materias de iniciativa exclusiva del Presidente no proponga una reforma constitucional que establezca lo esencial y luego encargue su regulación a una ley? Y pruebas al canto: la Cámara se apresta a aprobar otra reforma constitucional, ahora para imponer tributos al patrimonio.
El Gobierno debe anunciar que vetará el proyecto del retiro de fondos de pensiones, y que si el Congreso insiste, recurrirá al Tribunal Constitucional. Este Tribunal debe dejar de lado sus rencillas internas, y cumplir con su misión de evitar que mayorías contingentes arrasen con las reglas constitucionales de la deliberación democrática y de la responsabilidad del gasto público.
Para ello puede recurrir a sus precedentes: ya antes ha afirmado que un decreto supremo es en verdad un reglamento y que una resolución ministerial es inválida por haberse dictado sobre materias propias de decreto supremo. Ha aplicado, así, la máxima de que las cosas son lo que son y no lo que se dice que son; ahora solo deberá constatar que una ley es una ley, aunque se travista de reforma constitucional.