Hemos conocido desde hace varios meses, y por distintos medios, una serie de opiniones que con preocupación llaman la atención respecto del agitado ambiente político que se observa, no obstante estar experimentando contingencias tremendamente complejas, las cuales en vez de erizar los ánimos debieran predisponerlos para reflexionar sobre auténticos acuerdos —más allá de la retórica y rúbricas en documentos— que conduzcan a un eficaz funcionamiento institucional y contribuyan a combatir la epidemia, sus consecuencias y a resolver problemas sociales de larga data.
En otras palabras, experimentamos una crisis de magnitud superior y se precisa alcanzar gobernabilidad, disposición que recae transversalmente sobre la clase política. A saber, lograr un entendimiento en torno a objetivos fundamentales de bien común. Sin embargo, los actores incumbentes parecieran tener otras preocupaciones prioritarias, sin aquilatar la densidad de la urgencia que enfrenta el país.
Por el contrario, lo que prevalece es un clima de desconfianza, de hostigamiento constante y afanes descalificatorios, todos signos de intolerancia; hablo de la generalidad. No es fortuito que tantos coincidan en sindicar la polarización política como problema predominante. Más extremamente, se detectan sectores intransigentes que lindan en el dogmatismo ideológico y han llegado a deslegitimar el orden imperante. También ha habido errores en la conducción del Gobierno, además de sus tensiones con partidos oficialistas y hasta ciertas sublevaciones que también obstruyen la unidad que el país necesita. Suele pasar que los intereses individuales, corporativos o sectoriales sean preferentes entre políticos, por sobre los anhelos ciudadanos mayoritarios, que son concretos y cotidianos. Ha ocurrido en la historia de Chile.
El caso emblemático sucedió en 1973, cuando la grave crisis política y social estaba desatada (abril-septiembre). El propio Presidente en su ansiedad recurrió reiteradamente al cardenal Raúl Silva Henríquez para que mediara un encuentro con la DC a fin de “confrontar ideas para encontrar una solución… (claro que) renunciando a querer convertir la propia verdad social en solución única” (Cardenal dixit). Hubo un par de encuentros, pero las conversaciones se dilataron sin llegar a acuerdos. Es que las condiciones que cada interlocutor expuso fueron incompatibles, además de la desconfianza gravitante. Por último, Allende estaba frente a un dilema que no pudo resolver: un acuerdo con la DC era inaceptable para los más radicalizados de la Unidad Popular (PS) más el MIR y, tocante a lo personal y para la faz marxista mundial, no podía traicionar el objetivo final, el Socialismo, la solución única.
Se me dirá que es un caso extremo. Sí, y ojalá nunca se vuelva a repetir, pero fue la etapa final de un proceso iniciado tiempo atrás, sin que los protagonistas, colateralmente, fueran conscientes del derrotero que fueron trazando con sus acentuadas conductas políticas e ideológicas: con la desconfianza, la soberbia, la polarización, intransigencia y el dogmatismo, hasta que, finalmente, el adversario político terminó siendo enemigo y la violencia se adoptó como instrumento de lucha. Ojalá nunca más. Se requiere, inexcusablemente en circunstancias de interés nacional, real voluntad de entendimiento entre la clase política.