Hay personas que no poseen cargo alguno, pero están dotadas de una trayectoria vital en la que se resumen, como en un ejemplo, los desafíos de la sociedad a la que pertenecen y de la que participan.
Por eso, cuando la muerte las alcanza, incluso quienes no las conocieron ni trataron, sino que las miraron de lejos y asistieron a su peripecia vital apenas como espectadores, se sienten movidos a sentir algo así como una pérdida, no, claro, la misma pérdida que han de sentir sus familiares o sus amigos, sino la pérdida de una huella, como si de pronto un dibujo significativo que al mirarlo enseñara u orientara acabara borrándose.
Es el caso de Ángela Jeria.
La prensa ha reproducido por estos días una foto familiar donde ella aparece flanqueada por su hijo y su marido, mientras sus manos se posan en una pequeña niña sonriente. La niña es Michelle Bachelet, quien está a su derecha es su hijo Alberto y a su izquierda, el general Bachelet. Cuando esa foto fue tomada –la foto de una familia de clase media orgullosa de sí misma– nada, es probable, hacía presagiar la tormenta que cubriría al país arrastrando a miles y a los que en ella aparecen retratados. Al mirar esa foto años más tarde, ella pudo repetir con Faulkner “mientras el mundo sereno que conocimos se deshizo en humo y llamas”.
Padeció la muerte de su marido encerrado y maltratado por quienes habían sido sus colegas y compañeros de armas; ella misma fue encerrada y torturada junto a su hija y juntas debieron, luego, salir al exilio. El futuro que debió imaginar cuando miraba a la cámara en el momento de esa foto se rompió y con toda certeza nunca pudo reconstituirse del todo. Ni siquiera el retorno, tampoco el triunfo político de su hija y los años que le siguieron, según se adivinaba en su actitud serena y levemente nostálgica, pudieron curar la ruptura de la imagen que esa foto recogía y prometía.
Así y todo, Ángela Jeria careció del fulgor o la furia de la venganza; no se adivinaba en ella gota alguna de resentimiento; nunca abandonó la tranquila serenidad que la acompañaba, y nunca presumió o proclamó ser una víctima, aunque siempre debió saber para sus adentros que lo era. Todo ello tampoco la condujo a la actitud insensata de creer o de comportarse como si nada hubiera ocurrido, y es probable que, al igual que su hija, la expresidenta Bachelet, haya logrado despojar a su memoria de la estela de dolor que alguna vez debió, como una sombra, acompañarla, para convertirla en una fuerza que la ayudara a persistir en los ideales que abrigaba en el momento de esa foto, y lograr que lo que ella padeció nunca más ocurriera.
Wright Mills, un sociólogo americano, dijo alguna vez que había que hacer el esfuerzo de comprender la forma en que los grandes cambios estructurales, buenos o malos, se cruzan con la biografía de los individuos, deteniéndose en la forma en que estos últimos reaccionan frente a ellos. Y en un sentido similar, Jean-Paul Sartre dijo que no importaba tanto lo que habían hecho con una persona, lo que importaba, subraya una y otra vez, es lo que esa persona hace con lo que han hecho de ella.
Ángela Jeria es una muestra de eso, una muestra sencilla y sin alardes de que el vendaval de la historia no siempre tiene la última palabra, que es posible no olvidar, atesorar la memoria y retener el recuerdo, no para enrostrarlo una y otra vez, sino como un motivo íntimo que alienta el esfuerzo para que lo que se padeció nunca más ocurra. Esa mezcla de pudor y serenidad, y al mismo tiempo de determinación que en ella era posible adivinar, es lo que la hizo, incluso a la distancia, una persona estimable y lo que explica que sin que desempeñara cargo alguno, se hubiera transformado en alguien que cumplía el papel de una seña o bosquejo que, es de esperar, la muerte no alcance a borrar del todo.