Daniel Silva (1960) es uno de los novelistas policiales norteamericanos más prolíficos y exitosos de hoy: cada nuevo libro suyo se convierte en superventas apenas se publica y la crítica lo aplaude. La especialidad de Silva son los thrillers de espionaje, y el topo y restaurador de arte israelí Gabriel Allon es el héroe preferido por el público, hasta el punto en que hay juegos de video, chapas y toda una parafernalia de mercaderías con su efigie. Las tramas de Silva son en apariencia complejas, enrevesadas, laberínticas, pero en el fondo descansan en unos pocos elementos básicos: alguien se oculta sin que nadie sepa su paradero, ese alguien posee secretos e información que pueden poner en peligro el orden mundial, es indispensable encontrarlo o encontrarla para evitar una catástrofe global y la historia se desencadena en una sucesión de persecuciones implacables.
La otra mujer se sujeta por completo al esquema anterior, con la salvedad de que ahora Allon, recién nombrado jefe del servicio secreto hebreo nada menos que por el Primer Ministro, se enfrenta a una conspiración en la que participan prácticamente todas las entidades antiterroristas del mundo: la CIA, el FBI, el KGB y su sucesor, el SVR; el MOSSAD, el MI5 y MI6 británicos y muchos, muchísimos más, algunos de países pequeños sin mayores problemas, como Austria y Suiza, otros de potencias de las que depende el equilibrio global. Y por supuesto que además tenemos a organizaciones tan letales como Al Qaeda, ISIS, la Yihad islámica, el Hezbollah palestino, ciertos movimientos separatistas, en fin, todo aquello que huela a sembrar el caos dondequiera que sea. Así, llega un momento en que las siglas son tantas, que es imposible retenerlas o saber siquiera qué es lo que hacen los miembros de tan temibles asociaciones. Este podría ser un problema serio, si bien resulta fácil solucionarlo leyendo
La otra mujer haciendo caso omiso de tan abrumadora nomenclatura, porque Silva sabe entretener y escribe en forma bastante aceptable.
Tenemos que esperar hasta bien pasada la mitad del volumen para saber quién es la protagonista del título. Mientras tanto, Silva nos pasea por Moscú, Londres, Tel Aviv, Jerusalén, Washington, Estrasburgo, Berlín y otras localidades remotas, situadas en Andalucía, la campiña inglesa, el desierto de Néguev, los bosques de Viena y cualquier lugar que parezca inaccesible. El prosista oriundo de Michigan posee un notable sentido del espectáculo, lo que no solo se traduce en batallas campales, sino también en hoteles glamorosos, despachos de jefes de Estado, oficinas en las que se decide qué es lo que va a pasar mañana, reuniones a puertas cerradas cuyas conclusiones se filtran a los medios; en fin, todo lo que produzca rumores, escándalos, inseguridad a nivel universal.
De modo que, tras el aturdimiento producido por tantos hechos luctuosos y terroríficos, tras una serie de asesinatos perpetrados en contra de agentes de diversas nacionalidades, que nunca se aclaran, aparece Charlotte, quien, a primera vista, sería la mujer que da el nombre a esta ficción. Comunista acérrima, en los años 50 fue amante de Kim Philby, el soplón más grande de la historia, quien traicionó a su patria, a Israel, a sus amigos y a cuanta persona tuviera cerca. Charlotte tuvo una hija con Kim, Rebeca, quien está próxima a ser la primera persona de sexo femenino que dirigirá la CIA. El trío de femmes fatales se completa con Eva, una rusa que pasa por brasileña y se halla enquistada en el mismo centro del máximo poder político de la tierra.
Aun cuando Silva nos repite, una y otra vez, que los sucesos de
La otra mujer son fruto de la imaginación, la verdad resulta muy diferente, pues, aparte de mencionar a seres de carne y hueso, en especial ministros, primeros mandatarios, líderes internacionales, Kim Philby sí existió y todo lo que acerca de él se dice en este volumen, corresponde a acontecimientos archicomprobados. No obstante, su relación con Charlotte es inverosímil, así como también ocurre con Rebeca y sus abracadabrantes aventuras, o con Eva y las increíbles conjuras en las que toma parte. Si a lo anterior añadimos la pasión de Silva por la tecnología digital, con reiteradas, machaconas, obsesivas descripciones de objetos en extremo sofisticados, de encriptaciones, decodificaciones, íconos clandestinos, marcas desconocidas, uso indiscriminado de artefactos únicos o el empleo constante de palabras en idiomas incomprensibles,
La otra mujer, por más ameno que sea el texto, puede ser, por momentos, un galimatías incomprensible.