A primera vista, uno pensaría que, cuando aqueja la enfermedad y el cuerpo produce fiebre, debiera invadirnos el decaimiento. El saber popular, sin embargo, ha tomado nota de que no siempre es así, y usa la palabra febril para denotar la hiperactividad y moteja de afiebrado a aquel que actúa con descontrol de la razón, gobernado por la pura pasión. Las conductas políticas de la última semana parecen afiebradas.
El primer síntoma de un comportamiento afiebrado lo dio la presidenta del Senado, al admitir a trámite el proyecto de posnatal de emergencia. Al reconocer que cometía un sacrilegio contra la Constitución, se manifestó disponible a abandonar ostensible y conscientemente los deberes de su cargo para poder seguir sus propias convicciones; como si esas convicciones, al margen de la autoridad que esa Constitución le confiere, pudieran valer algo más que la de cualquiera de sus conciudadanos; como si, al despreciarla, no estuviera despreciando también la autoridad que ese texto le atribuye.
La secundaron no pocos senadores, algunos entre ellos fueron arquitectos del pacto constitucional de 2005 que nos rige. El sentido republicano de la senadora Goic y de los senadores Letelier, Quintana y Pizarro, permitió restablecer temporalmente la racionalidad, a la espera, ahora, de una comisión mixta. Sí, digo la racionalidad; la de las formas, no la de las preferencias. Porque en una sociedad plural y secular ninguna preferencia moral o política puede erigirse como intrínsecamente superior a otra. La racionalidad de las formas deviene así en la única de la democracia, la única que puede resolver las legítimas diferencias entre preferencias rivales. Saltarse esas formas equivale a atentar contra la democracia.
No se trata de infringir “la Constitución de la dictadura” o “el cadáver”, como otros la motejan. Se trata de un acto de rebelión consciente contra la democracia misma y contra la idea de igual dignidad que la sustenta. Las decisiones contrarias a las formas constitucionales son finalmente actos de afiebrada soberbia, en los que el infractor pretende alzarse por sobre la cuota de poder que las reglas formales le deparan, invocando una superioridad de sus preferencias morales o políticas. Es un acto de arrogancia, uno contra la igualdad; uno que pasa a llevar las únicas formas civilizadas de convivencia que, los que nos entendemos iguales, tenemos para dirimir nuestras legítimas diferencias.
Por eso, en la conducta de los parlamentarios frente al posnatal de emergencia se juega mucho más que esta o aquella solución a un problema que, ciertamente, debe ser atendido; se juega mucho más que tal o cual monto de gasto público; se juega mucho más que el aprecio o desprecio por la Constitución que nos rige. En la decisión de los parlamentarios estará pendiente si, en nombre de una supuesta superioridad de unas preferencias sobre otras, algunos creen posible imponer su voluntad al margen de los siempre acotados títulos de legitimidad y cuotas de poder que reparte cualquier democracia.
El Presidente de la República, por su parte, en vez de esperar los resultados, para eventualmente ejercer sus prerrogativas de llevar un proyecto inconstitucional al Tribunal Constitucional o de vetarlo, anunció la creación de una comisión para cambiar las reglas para declarar inadmisibles proyectos de ley contrarios a la Constitución. El Presidente no podía menos que saber que una idea así iba a desatar una reyerta de proporciones y a descomponer el clima político que él, como Jefe de Estado, debe cuidar más que nadie. El Presidente propuso una asesoría de expertos, como si los parlamentarios que decidieron infringir la Constitución no lo hubieran hecho con plena conciencia del carácter infractor de su conducta, como si no lo hubieran motejado ellos mismos de “sacrilegio” contra la Constitución. El Presidente anunció su iniciativa como si no supiera que, para que ella prosperara, necesitaba del apoyo de 4/7 de los parlamentarios en ejercicio, adhesión que, nadie en su sano juicio, podía suponer iba a suscitar la idea.
Termina la afiebrada semana con otra reyerta al interior del Tribunal Constitucional, árbitro definitivo de cualquier conflicto entre poderes del Estado, pero que viene encargándose de derramar su autoridad por la borda, como si sus tensiones internas importaran más que la vital función pública que está llamado a cumplir.
La irresponsabilidad política parece contagiosa. En vez de mascarillas, alguien debiera distribuir paños fríos para esta fiebre. Si no la bajan, las secuelas serán fatales.