Han pasado poco más de 50 años de su estreno y “Valparaíso, mi amor” (1969) no ha perdido su atractivo ni su vigencia. Verla hoy en YouTube o en el sitio de la Cinemateca Nacional es constatar la precariedad de un Chile que aún no se extingue y que incluso por esa sola razón debiera ser parte del currículum escolar, con tanta autoridad como “Hijo de ladrón”, los cuentos de Coloane, las novelas de Papelucho o los poemas de Neruda.
Seca, dura y triste
“Valparaíso, mi amor” es una película seca, dura y recontra triste y, al mismo tiempo, tiene un innegable encanto, una especie de frescura que proviene de la soltura con que está filmada, de la fluidez de su cámara, del amor por lo que retrata. Su historia, para quienes no la han visto, es en apariencia muy simple: un padre viudo, cesante (Hugo Cárcamo), es enviado a la cárcel al descubrirse que, junto a dos de sus hijos, ambos menores de edad, ha estado robando y descuartizando vacas en las espaldas de Valparaíso para tener de qué vivir. Sus cuatro hijos quedan a cargo de María (Sara Astica), conviviente de Mario, quien trata de ganar algo de dinero lavando ropa, pero es incapaz de proveer una estructura material o moral a los niños, que terminan callejeando, involucrándose en el hampa o la prostitución. Filmada en blanco y negro, la cinta tiene una inspiración evidente en el neorrealismo italiano, de quien Aldo Francia, su director, era un declarado admirador, pero incluye también recursos de la nouvelle vague francesa, que, por cierto, tiene su propia deuda con el cine italiano de posguerra. Así hay mucha cámara en mano, voces en
off, lecturas de actas judiciales, cortes abruptos, elipsis, letreros puestos sobre personajes para marcar la idea de capítulos y, en general, una sensación de documental, de cinta callejera, realista, espontánea. Parte de su belleza, sin embargo, está en que esa “naturalidad” oculta las costuras de una elaboración y una conciencia muy lúcida respecto de lo que se está haciendo. Dicho en otras palabras, bajo la aparente soltura y espontaneidad, hay estructura, una trama muy bien armada y mucha claridad respecto de lo que se está mostrando.
La cinta se ordena como una secuencia de pequeñas tragedias o caídas que se van sumando hasta configurar un paisaje de pobreza, precariedad y algo de picaresca, en un registro que en sí mismo tiene algo de pobre, precario y picaresco, que entrega la información justa para entender lo que está pasando o, a veces, incluso menos que eso. El todo, sin embargo, sí resulta profundamente conmovedor.
Los niños de “Valparaíso, mi amor” provocan gran ternura y son, en el fondo, los mismos que registró Sergio Larraín viviendo bajo el Mapocho, los mismos que describió Alfredo Gómez Morel en su novela de 1962: hijos de una sociedad a medias, un país que anda a palos con el águila, una condición que Chile, huelga decirlo, a pesar de los 50 años que han pasado desde entonces, no ha abandonado del todo.
Si en 1970 el 21% de los chilenos vivía en extrema pobreza, hoy todavía se registra un 2,3% en ese grupo (Casen 2017), algo más de 400 mil personas. Los que viven en pobreza de ingresos son poco más de un millón y medio, y los que experimentan una pobreza multidimensional en sus hogares alcanzan a tres millones y medio de chilenos. Estos últimos, ciertamente, no viven en la precariedad de la familia de Mario, pero no están lejos tampoco. Cuando en Chile a veces entramos en discusiones de primer mundo —gratuidad universitaria, por ejemplo, o rebajas en autopistas—, hace bien recordar de dónde venimos y la deuda ética que tenemos, a lo menos, con ese millón y medio que aún no abandonan la pobreza.
Una película indispensable.
Valparaíso, mi amor
Dirigida por Aldo Francia
Con Hugo Cárcamo, Sara Astica y Rigoberto Rojo.
Chile, 1969.