El desarrollo económico transcurre en las ciudades. Allí, en el crisol de la densa interacción humana, un sistema altamente complejo y “autoorganizado”, se crean o asimilan nuevas instituciones, bienes y servicios. La democracia nació en Atenas, el derecho en Roma y la bolsa de valores en Londres, no en el campo. Tampoco tenemos noticia de ningún país que se haya desarrollado sobre la base de un par de enclaves exportadores sin encadenamiento urbano, o sobre múltiples villas rurales esparcidas por el territorio. Incluso la agricultura, como sostuviera Jane Jacobs, parece haber sido una creación más urbana que rural. El progreso de las ciudades y el económico van de la mano; no hay uno sin el otro.
Pero así como algunas ciudades progresan, también hay las que decaen. “Os contaré… de ciudades que alguna vez fueron grandes y hoy son pequeñas”, escribía Heródoto hace 2.500 años. Pero no se precisa leer a Heródoto para encontrar ciudades que decayeron, porque ejemplos cercanos sobran. Botón de muestra: el economista francés M. Leroy-Beaulieu, escribiendo en 1907, citaba el terremoto de Valparaíso de 1906, junto al de San Francisco, como una de las causas del pánico financiero internacional de dicho año. Hoy sería impensable que algún evento en el puerto, cualquiera que fuese, pudiese afectar los mercados mundiales. Dicho sea de paso, la bolsa de valores de Valparaíso, fundada antes que la de Santiago, cesó su existencia hace ya casi dos años. Parafraseando a Heródoto, Valparaíso alguna vez fue grande, pero hoy es pequeña.
Durante el siglo XX, eventos externos —el Canal de Panamá, la Gran Depresión—, unidos a otros autoinfligidos — 50 años de proteccionismo y represión financiera—, terminarían por hundir en la decadencia a una ciudad cuyas raíces eran el comercio internacional y las finanzas. Pero aun cuando posteriormente las condiciones volvieron a ser auspiciosas, Valparaíso nunca salió de su postración, porque cuando las ciudades entran en decadencia, las abandona irreversiblemente el capital, el talento y la cultura, que por lo general se mueven juntos.
Si bien las causas de la decadencia de las ciudades pueden ser múltiples, sus eternos Escila y Caribdis han sido la violencia y la epidemia. Ambas han amenazado a las urbes desde tiempos prehistóricos, como lo prueban las investigaciones arqueológicas en Çatalhöyük, una ciudad del neolítico, quizá la más antigua de que se tenga conocimiento. Las referidas amenazas son connaturales a los centros urbanos, en razón de la densidad que los caracteriza.
Lo que nos trae a nuestras ciudades, asoladas en espacio de pocos meses por las dos endemias urbanas: violencia y epidemia. La actual crisis económica es una crisis de la ciudad. En efecto, mientras la actividad minera, ubicada mayoritariamente lejos de las ciudades, se redujo en abril solo un 0,1%, la no minera, que comprende principalmente rubros desarrollados en o cerca de las ciudades, se contrajo en más de un 15%. ¿Cómo estamos respondiendo?
Tratándose de la violencia, a falta de cohesión política para ponerle coto, esta pudo más que la ciudad. Desapareció no por temor al Ministerio Público, sino al covid-19, y bien podría reaparecer cuando el virus se aleje.
En cuanto a la epidemia, se ha restringido severamente la actividad urbana “hasta que pase lo peor”. La estrategia, al menos en Santiago, suscita interrogantes, si se tiene en cuenta que después de prolongadas cuarentenas los viajes urbanos se han reducido solo un 30%. Nadie sabe tampoco cuándo “pasará lo peor” y si cuando ello ocurra, acaso no sobrevenga una segunda ola de contagios, como se ha visto en otros lugares que siguieron similar estrategia. Sin embargo, se sigue suponiendo que las ciudades pueden detenerse y luego volver a echarse a andar, como si se tratase de artefactos mecánicos.
Pero no es así como funcionan las ciudades. Ni el más draconiano de los decretos podrá paralizar la ciudad entera, ni la política fiscal más expansiva podrá garantizar un retorno sin más a la normalidad después de cinco meses de violencia y otros tantos de cuasi parálisis. Sobrevendrán múltiples disfuncionalidades: deterioro de la cultura de pago, aumento de la informalidad, desarticulación de empresas y pequeños negocios, etc.
El real desafío al que nos enfrentamos entonces es recuperar, ordenadamente, la ciudad. Ello atañe particularmente a Santiago, que alberga al 40% de la población de Chile. Por lo pronto, bien se podría intentar conciliar alguna actividad urbana, más allá de las declaradas “esenciales”, con los objetivos sanitarios. Por ejemplo, podría reiniciarse la construcción, que admite distanciamiento social. Ello podría complementarse con mayor transporte público y adopción de horarios diferidos para distintas obras, para reducir la densidad en los viajes. Adicionalmente podrían plantearse otras iniciativas similares.
Desde luego, aún después de eso quedará una enorme tarea, de cara a un clima de negocios gravemente afectado por otros factores. El desafío es enorme, pero toca acometerlo. Porque de lo que se trata, a fin de cuentas, es de recuperar la ciudad antes de que sea demasiado tarde.