Alien, la primera película, me produjo siempre un terror intolerable. Ayer, mientras veía unos fragmentos, pensé que ese monstruo era un enemigo benévolo al lado de este bicho.
Uno de los rasgos más aterrorizantes del innombrable es que logró desarrollar un mecanismo que le permite propagarse de manera silenciosa, invisible, crecer subterráneamente antes de producir daño. Ese mecanismo, como se sabe, consiste en emplear a los propios humanos como vehículos de contagio, contagiar no para producir la enfermedad en ellos, sino para convertirlos en inocentes aliados de su expansión. En vez de emplear un mosquito raro o un ratón, se sirve de los congéneres de las propias víctimas. Su sigilo, clandestinidad, solapamiento es tal que logró incluso que las personas contagiadas en que la enfermedad se va a desarrollar puedan contagiar a otros varios días antes que la enfermedad se manifieste en ellos. Es decir, no solo los asintomáticos contagian, los sintomáticos contagian también con antelación a que afloren las alarmas. Es evidente, entonces, que no se puede saber con certeza cuál es la real cifra de contagiantes en una comunidad amplia y abierta, pero, en cambio, se puede saber que esa cifra es muchísimo mayor al número de los contagiados confirmados, que hay una cifra negra, una masa latente enorme, que se ignora a sí misma.
Esta capacidad de penetración silenciosa lo convierte en un enemigo muy difícil de combatir. Los síntomas son los llamados de atención que hacen visible la enfermedad y permiten aislarla, alejarse de la víctima y cortar la línea de contactos. Las autoridades y especialistas debaten, entonces, solo sobre la parte expuesta del bicho, aquella pequeña porción que se muestra, pero debajo de esa línea está el iceberg completo o bastante avanzado después de casi cuatro meses de esta estrategia genial de conquista. Yo, por ejemplo, que —toco madera, literalmente— no presento síntomas o usted que me lee, podemos haber sido ya reclutados en ese ejército invisible. Este rasgo me parece que marca la diferencia. Todos los asesinos han soñado con poseer el don de la invisibilidad y cuando se lo posee la historia se torna escalofriante, especialmente siniestra. Eso es lo que convierte a la oscuridad en un nido de miedos y espantos. No vemos nada o no vemos bien.
El asesino, en consecuencia, acecha en cualquier parte, incluso dentro de la propia casa. Es difícil que, a estas alturas de su crecimiento, exista un hogar sin contagiantes. Una literatura de terror frecuente relata la historia de un grupo de personas encerradas y aisladas con un asesino invisible dentro del grupo. Las cuarentenas inoportunas fuerzan a esa situación de terror.