Esta ha sido la más vapuleada. Primero, por el deterioro inevitable en toda democracia más o menos pacífica, como el Chile de las últimas décadas. Después, por el estallido del 18 de octubre que las emprendió contra moros y cristianos. Aunque algunos de ellos insistan todavía en montarse en esa erupción, el mensaje que emanaba desde la turbamulta reproducía el sentido de la cólera de los argentinos de diciembre de 2001: “¡que se vayan todos!”.
Ningún sistema social puede existir sin clase política, “los políticos” en suma. En las democracias son más visibles, he ahí la gran diferencia. Como parte de su propio ser, las democracias viven de criticarse a sí mismas, por lo que las envuelve el hedor a corrupción, verdadera o como difamación; para muchos casi da lo mismo. En los períodos de paz y prosperidad, siempre relativos, se hace más presente la maledicencia y la sensación de irrelevancia o inutilidad de los políticos. Percepción muy errada; si no existieran, brotarían como callampas los “partidos de cortes”, atroces por invisibles, los que prosperan azuzando la intriga.
Aquí, como en tantas partes, arrojar piedras a los políticos es contagioso. Si juzgamos por las encuestas —índice veleidoso—, su imagen está por los suelos. A veces se comportan como si quisieran reforzar la impresión de su propia inoperancia. Para remediarlo, dan palos de ciego. La limitación de reelecciones es uno de ellos. Una cosa son los alcaldes, ya que en todo el mundo las municipalidades inevitablemente son caldo de cultivo de “máquinas”, y de ahí que sea sensato proponer solo tres períodos, mal que mal son doce años.
El parlamento es distinto. Para la mayoría la política debiera ser un oficio, no una pega ocasional. De otra manera no hay memoria ni maduración, rasgos fundamentales de todo equipo. Si se quiere evitar la ventaja (no necesariamente injusta de por sí) que tiene el que va a reelección sobre el que es primerizo en las lides, ¿no sería mejor poner cuotas, que no más allá de un porcentaje X puedan aspirar a un cuarto período, o más? No existe democracia sin el político profesional, una carrera de vida. Sería mejor decirlo francamente ante el país, y no encontrar vericuetos, como que la reforma sea válida en muchos años más. Tampoco es seguro que haya sido tan sabio disminuir los sueldos de los puestos dirigentes del Estado, como algo distinto a que en tiempos de crisis no es extraño que los ingresos personales deban disminuir. No olvidemos uno de sus orígenes, los escándalos por los “sobresueldos” (en sobres sellados), porque el sueldo era limitado; su alza fue un recurso para que no hubiese excusa para subterfugios, ni para evadir la dedicación completa al cargo. Y para qué decir de la disminución de parlamentarios para ahorrar fondos. Hace 5 años, con el término del denostado binominal, y para hacerlo más “representativo”, se argüía, se aumentaron. Como si eso hubiese sido tan falso de la noche a la mañana, ahora se quiere reducir un número de cargos. Los parlamentarios erosionan el suelo que pisan.
Hace unos años, para combatir el nepotismo, se abrió paso la idea de prohibir la contratación de parientes, e incluso que más de un miembro de una familia esté en una función electa, sin detenerse a distinguir entre lo sensato y lo insensato. Una disposición de este tipo impediría, por ejemplo, la repetición de la formidable cohorte de los hermanos Alessandri Rodríguez. Una cosa es que una parte del país haya sido capturada (creo que no por demasiado tiempo) por el furor de un cambio radical; lo otro, la pérdida del sentido original de “prudencia”, la inteligencia práctica con un modesto aderezo de sabiduría.