José Miguel Insulza y Mario Desbordes han dado a conocer esta semana un documento en el que sugieren un pacto social para una vez que la peste se evapore y la crisis económica, la pobreza y el hambre, principien a saltar a la vista.
El texto no contiene ninguna desmesura, ningún exceso ideológico y carece de ilusiones.
En cambio rebosa de propuestas más o menos sencillas, algunas obvias (como la necesidad que la crisis sanitaria sea enfrentada con una dirección única) y otras más bien generales (como el compromiso hacia la democracia, la igualdad de género, el medioambiente, etcétera). La verdad, no hay en ese documento nada que erice la inteligencia. Pero como su propósito no es sugerir contenidos específicos para un acuerdo si no invitar a dialogar para alcanzar uno, esa generalidad algo sencilla no debe ser estimada como un defecto, sino como una virtud. Mientras mayor es la diversidad a la que se aspira, mayor ha de ser la generalidad de los términos. Así todos pueden, al menos en principio, encontrar razones para converger.
¿Cuál ha sido la reacción de los colegas de Insulza y Desbordes?
Más bien tibia.
Las razones para esa tibieza, cuando no para el franco rechazo, pueden ser tres.
Una de ellas, que es probable abunde en el bando de Desbordes, son los celos tan propios de la profesión política. La situación debe ser parecida en el bando de Insulza, pero aquí la edad promete lo que sus rivales desean, así que los celos son más leves.Conceder a Desbordes o a Insulza que encabecen un pacto social es, para sus rivales, resignar las propias aspiraciones. Eso explica una tibieza que es en verdad el disfraz de un rechazo. En el quehacer político los adversarios más temibles, esos cuya “sonrisa está llena de cuchillos”, aquellos que disputan más de cerca el trofeo del poder, suelen estar al lado y no al frente. Es difícil de creer, pero hay que creerlo: este rasgo competitivo de la política no desaparece ni siquiera en los peores momentos.
La otra es más conceptual o teórica, por llamarla así, y ha de estar sobre todo del lado de la izquierda. En la izquierda hay quienes piensan que este tipo de acuerdos desmovilizan a la ciudadanía, le restan fuerza y protagonismo. La política poseería una dimensión agonal, de lucha, de conflicto, que este tipo de acuerdos, al apaciguar la confrontación y el reclamo, apagan e inhiben, entregando en cambio la iniciativa a una élite que embelesaría a la ciudadanía para después traicionarla. Es probable que este tipo de razones para hacer oídos sordos a Desbordes e Insulza abunde en el Frente Amplio.
En fin, está la vieja ilusión del asalto utópico. Todos quienes vieron en el 18 de octubre el principio del fin de lo que suele llamarse “el modelo”; todos quienes creyeron que por fin la calle lograría lo que las urnas negaron; todos quienes miraban con disimulado beneplácito, negándose a condenarla, la violencia que con puntualidad oficinesca se desató día tras día, creyendo que de esa forma la vida social podría comenzar a reescribirse de nuevo, verán en un diálogo y un acuerdo de este tipo la renuncia al cielo. Para ellos será como negarse incomprensiblemente a dar el último empujón.
No hay caso.
A veces se piensa que en momentos de crisis, cuando todo parece anunciar una tragedia, brotan en los seres humanos sentimientos nobles que la vida cotidiana y la prosperidad habían enterrado y mantenido ocultos. La experiencia suele mostrar, en cambio, que no es así, que en momentos de crisis los adversarios, los del propio lado y los del frente, esperan confiados que la desgracia cargue los dados a su favor, cruzan los dedos para que la moneda siga girando en el aire esperando acertar ellos el lado del que caerá.
En una de las últimas tragedias que escribió, Shakespeare situó en Roma un acontecimiento de su época (que él mismo experimentó al parecer de cerca), una revuelta por la falta de alimentos (la flacura que nos aflige es un inventario de vuestra abundancia, se lee al inicio) y la forma en que la política logró resolverla. Coriolano aspiraba a reprimir (permitidme que me sirva de mi espada, exclama en un pasaje); pero los tribunos, astutos, prefieren mostrarse contemporizadores y gracias a ellos, a sus pases de mano, a sus generalidades, y a su débil relación con la sinceridad, Roma se salva. En un pasaje de la obra los tribunos --los Desbordes y los Insulza de la época-- miran la ciudad apaciguada gracias a su astucia y reflexionan acerca de quienes fueron sus rivales:
Preferirían, aunque tuviesen que sufrirlo, ver a las muchedumbres anárquicas infectar las calles, antes que a nuestros comerciantes cantando en sus tiendas y yendo alegremente a sus asuntos (Shakespeare, Coriolano, iv, 6, 5-9).
Observan la mezquindad que alimenta a la política.