La experiencia en algunos aspectos fue algo similar a la que vivimos, guardando las proporciones, toda vez que ocurrió hace más de un siglo. Pandemia que recorrió el mundo en oleadas durante el XIX. Nos alcanzó la de 1881, iniciada en India y, como otras, de planetaria expansión. Arribó a Argentina en marzo de 1886 y pasados diez meses debutaba en Chile el primer caso, fue en la villa Santa María (San Felipe), próxima a un conocido paso cordillerano. De nada sirvieron los controles sanitarios, diseminándose veloz por Aconcagua, Santiago, Valparaíso y continuando hacia el sur. Fueron dos períodos (enero y abril de 1887, y octubre y abril de 1888), el primero más explosivo. Solo en Santiago los fallecidos ascendieron a 3.481 y 1.780, cifras del informe médico oficial, respectivamente, pero hubo más muertes que no quedaron consignadas. En invierno se mantuvo latente, con brotes acotados.
La bacteria Vibrión cholerae se transmitió por flujos humanos, su reservorio natural, y las aguas infectadas con deyecciones contagiadas. El enfermo sentía rápidamente dolores de estómago, brazos y piernas, vómitos y diarreas que se hacían acuosas, profusas e intensas, provocando deshidratación y, de no ser tratado, sobrevenían el desmayo y la muerte en horas.
La mayoría de las víctimas fueron de sectores vulnerables, los menos favorecidos por la infraestructura sanitaria e higiene pública, personas que realizaban oficios manuales: más hombres que mujeres, de entre 30 y 60 años la mayor parte. Una prueba es que la epidemia no ingresó prácticamente al centro de Santiago. La ciudad en esos años —de próspera y dinámica actividad, y reluciente vida, aparentemente— atraía migrantes de provincias esperanzados en conseguir mejor existencia, los cuales se asentaron en los arrabales
No tuvo efecto en términos demográficos y productivos; el país gozaba de buena salud, gracias a las rentas del salitre. Tampoco su mortalidad causó espanto, porque era un hecho corriente: nótese que la epidemia de viruela de 1886 dejó 7.400 fallecidos a nivel nacional, 4.000 en Santiago. El mayor impacto fue psicológico, por el ambiente de incertidumbre y angustia: un flagelo desconocido, fulminante, carretones trasladando enfermos o muertos camino al lazareto o al cementerio habilitado, hubo cadáveres en casas y calles (labios azules, cara enfermiza, ojos hundidos, brazos contraídos). A su vez, curar a los pacientes sin medios y medicamentos eficaces fue una odisea para autoridades y cuerpo médico.
La epidemia evidenció que el país carecía de una institucionalidad sanitaria. Se nombró una Comisión de Higiene Pública, que diseñó una legislación sobre salubridad e instauró una completa normativa para combatirla en todos los frentes. Desde entonces, la salud nacional tomó mayor relevancia. No es casual que entre el plan de obras del Presidente José Manuel Balmaceda se considerara la construcción de hospitales, que después se crearan el Consejo Superior de Higiene Pública y el Instituto de Higiene, y comenzara a delinearse el primer Código Sanitario.