La soledad y el desconsuelo son experiencias estremecedoras y que en esta cuarentena muchos sienten con especial intensidad. Además de los enfermos, ancianos, personas vulnerables y tantos otros experimentan que están solos, sufriendo la “ausencia de cualquier otro”. Sin embargo, este fenómeno se hace aún más masivo en la cultura actual.
A pesar de la “hiperconectividad”, somos testigos de que muchos niños, jóvenes y adultos sufren la “pandemia” de la soledad y del abandono, sin comprender del todo que padecen esta “enfermedad del alma”. Y sus entornos, muchas veces, se vuelven insensibles ante este drama de la era digital.
El Señor, en el Evangelio de hoy, aborda esta problemática diciéndole a la comunidad de los discípulos —y a nosotros— que no los dejará huérfanos, sino que estará con ellos y les regalará el Paráclito, para que los acompañe y consuele en el camino. Como dice el Señor, “el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo” (Jn. 14, 19). Por ello, a pesar de la gran desolación que hoy vive la humanidad por el covid-19 y sus consecuencias, los cristianos tenemos la certeza de que no estamos solos, sino que el Espíritu Santo está con nosotros para auxiliarnos en nuestro peregrinar.
Pero también, como lúcidamente afirma un autor de este tiempo, la presencia activa del Señor es una interpelación para que nosotros mismos seamos verdaderos “paráclitos”, acompañando y consolando a los demás.
Sabemos que la consolación verdadera viene del Señor, especialmente para el que está solo y afligido, pero no se detiene en él; su objetivo último se alcanza cuando quien ha experimentado la consolación se sirve de ella para aliviar a su vez al prójimo, con la misma consolación con la que él ha sido consolado por Dios. No se conforma con repetir estériles palabras de circunstancia, frases hechas o retóricas formales que dejan las cosas igual, sino que busca transmitir el auténtico consuelo que proviene del Espíritu, capaz de “mantener viva nuestra esperanza” (Rm. 15, 4). Así se explican los verdaderos “milagros” que una sencilla palabra o un gesto, que brotan de la fe, son capaces de obrar en un enfermo, en un sufriente, en un deprimido o en cualquier persona atribulada.
A la luz de lo señalado, no es difícil descubrir que existen hoy, a nuestro alrededor, paráclitos.
Son aquellos que acompañan a los enfermos terminales, a los enfermos de covid-19; son quienes se preocupan de aliviar la soledad de los ancianos, los voluntarios que empeñan su tiempo en los comedores abiertos o en tantas obras sociales; en fin, son tantos que silenciosamente dan testimonio de la “ternura de Dios”. Pero también no es difícil comprender que cada uno de nosotros, bautizados y confirmados en la fe, hemos sido ungidos para ser paráclitos, para consolar, para ir al encuentro de los atribulados y abatidos, para llevarles el auxilio del Señor.
Una cosa más. Lo señalado anteriormente nos revela que, en cierto sentido, el Espíritu Santo necesita de nosotros para ser Paráclito. Él quiere consolar, defender, exhortar, animar, vitalizar; y lo hace a través de nuestras manos, nuestros ojos, nuestra boca. Si la consolación que recibimos del Espíritu no pasa de nosotros a los demás, si queremos retenerla egoístamente para nosotros, pronto se corrompe y pierde el sentido. En palabras simples: ¡Dios quiere obrar a través de los paráclitos de este tiempo!
En estos días de gran tribulación, y con bastas regiones de nuestro país en cuarentena, preparemos nuestro corazón para que en el próximo Pentecostés, en que celebraremos la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia, podamos renovar nuestra vocación de “paráclitos”, provocados a consolar a los heridos de este tiempo.
“El mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo”.
(Jn. 14, 19)