La industria del fútbol se transformó tras la pandemia en una empresa frágil, como tantas otras en el ámbito de la economía. La interrupción obligada de las ligas en el mundo supuso un golpe tan duro como al turismo, los espectáculos o la gastronomía, que requerirán de un largo tiempo para retomar una normalidad subjetiva, pues todo hace pensar que una gran masa consumidora ya no dispondrá de los ingresos de antes de la crisis.
En el caso del fútbol se requiere de un esfuerzo extra, pues habrá que seducir a los aficionados para que vuelvan a una actividad no esencial, destinando recursos para comprar tickets, abonos o suscribirse a las transmisiones televisivas. En las grandes ligas tienen confianza en que el aceitado aparato de producción de los clubes más importantes y las competencias más atractivas bastará para reencontrar ese embrujo, y es común enterarse de los planes de algunos equipos para reforzar sus planteles de cara a la próxima temporada, aunque aún es incierto cómo terminará esta.
El caso chileno es distinto, porque su maquinaria no está aceitada y su puesta en marcha y continuidad depende de factores inmanejables por los propietarios del negocio, que se acostumbraron a administrar los dineros provenientes de licitaciones que se produjeron en el punto más alto de la producción de la generación dorada, lo que supuso ingresos generosos y suficientes para olvidar los inconvenientes de un funcionamiento siempre deficitario.
Los continuos fracasos en el plano internacional a nivel de clubes, la estructura anacrónica y presidencialista de una ANFP que jamás pudo superar el saqueo de Sergio Jadue y sus compinches, la limitada visión del negocio de los dueños de las sociedades anónimas, la inmensa dependencia del Estado para el funcionamiento y desarrollo, las precarias leyes que rigen la actividad y, sobre todo, la indefensión y apatía ante los enemigos enquistados en su organismo en forma de barras bravas obligan a pensar que el día que retornemos a las canchas habrá más problemas que en la enorme mayoría de las ligas del mundo.
Quedó claro en la parálisis de octubre que el largo, innecesario y nefasto receso no sirvió para resolver los problemas pendientes, y que las soluciones adoptadas sólo enfatizaron las dificultades. La manera de resolver las materias deportivas, la operación de los tribunales internos y, peor aún, los increíbles consejos de presidentes y reuniones de directorio demostraron que sus líderes estaban lejos —lejísimos— de comportarse a la altura.
Es lo que está pasando hoy. Cuando el esfuerzo debería estar enfocado en pensar la mejor manera de enfrentar la crisis, de proponer la seducción al público y de tomar el control de una selección desbandada, esto ha quedado relegado por un directorio que aún no es capaz de autocompletarse (casi en la mitad de su gestión), una asamblea que no ha articulado ni una propuesta alternativa ni atractiva para asaltar el poder y un enjambre de clubes que, pese a tener ingresos asegurados desde que decidieron hace más de seis meses que se podía sobrevivir sin jugar, solo abre los brazos mirando al cielo para que caiga el maná. De la Conmebol, de la FIFA, del CDF, de los mecanismos del Estado para ayudar a los pequeños empresarios o de lo que venga. Pero que caiga, que es lo único que importa. Pensar en el futuro quedará para mañana.