Hay quienes creen que los legítimos debates públicos pueden clausurarse invocando derechos. Recurrieron a los jueces para que ellos, ponderando entre la salud y la producción, decidieran la extensión de la cuarentena y luego, también, para que dejaran sin efecto la orden de que los empleados públicos volvieran progresivamente a sus lugares de trabajo. El Poder Judicial estimó que no era asunto de su incumbencia. Declaró inadmisibles esos recursos, negándose a revisar siquiera el fundamento y la razonabilidad de esas políticas públicas. El episodio permite reflexionar acerca del lugar del discurso de los derechos en una democracia constitucional.
¿Es que acaso no había derechos en juego? ¿No estaba en peligro la vida, la salud y la integridad psíquica de quienes, por decisión gubernamental, debieron salir y exponerse a ser contagiados? Por cierto que sí. Pero si los jueces se hubieran arrogado esa competencia estaríamos todos debatiendo cómo enfrentar la pandemia en clave de derechos absolutos y no de las políticas públicas más adecuadas. Que la vida, la salud y la integridad psíquica sean derechos no significa que sean absolutos e intangibles, que fijar su alcance sea un problema de justicia, ni que la decisión corresponda a jueces.
¿Es la política entonces la llamada a establecer los derechos que tenemos y a regular sus límites y su ejercicio? La respuesta afirmativa rescata el valor de la democracia, releva la importancia de la actividad política y lo decisivo que resulta participar en ella de manera responsable e informada.
Pero si es el Estado el llamado a declarar y a regular los derechos de los que podemos gozar, si la actividad política es la legitimada para configurar su sentido y alcance, ¿es que no existen derechos antes del Estado? ¿No podemos invocar derechos contra este? ¿No hay derechos constitucionales?
Si nos hemos de tomar en serio el pluralismo y la tolerancia, no nos queda otra que concebir esos derechos como los mínimos de libertad y de igual dignidad, sin los cuales la deliberación democrática no es posible. Entonces y solo entonces cabe exigir esos pocos derechos como absolutos.
Reducidos a aquello sin lo cual no hay democracia, ellos sí pueden exigirse como cartas de triunfo contra cualquier cálculo político; solo esos pocos, estrechamente interpretados, tienen la legitimidad para derrotar cualquier consideración de conveniencia u oportunidad, propia del debate político.
Ello no implica renunciar a un Estado robusto, ni a políticas públicas que aseguren, a través de legislación, el goce efectivo de derechos económico-sociales. Conquistarlos es tarea política. ¿Acaso no hay en Chile, mayorías ciudadanas para un Estado socialdemócrata? Lo que parece faltar es liderazgo político para encauzarlas.
En cambio, concebir la política como el lugar en que se confrontan derechos la confina a un sitio estrecho y la empuja a la confrontación estéril y frustrante. Concebir las legítimas diferencias políticas, la tensión de intereses rivales ante recursos escasos como confrontación de derechos absolutos hace improbable la deliberación fructífera y honesta.
Quien entra al debate político esgrimiendo derechos percibirá como ilícita la negativa a satisfacerlos plenamente. El triunfo cultural, el aura de legitimidad que alcanzó el movimiento estudiantil que partió el 2011, reclamando los cambios en la educación como una cuestión de derechos, ha venido, desde entonces, permeando mucho más de lo razonable nuestro discurso político.
Cuando se concibe la política como la arena en que se reclaman derechos absolutos, el opositor es un estorbo y la violencia se legítima. Me pregunto hasta qué punto la violencia expresada en las manifestaciones callejeras que vivimos a partir de octubre responde a que los violentos conciben sus reclamos como derechos absolutos, dignos de ser impuestos aún por la fuerza.
Concebir la política como la arena en la que reclamamos derechos absolutos sitúa, además, a la justicia constitucional en una posición de poder que ningún tribunal logrará sortear sin entrar en permanentes crisis, por mucho que perfeccionemos su competencia o el modo de designar a sus miembros. La Constitución y la justicia constitucional pueden cargar con unas pocas reglas y principios habilitantes de la democracia. Una sociedad que debate sus legítimas diferencias en clave de derechos absolutos habilita a que los jueces llamados a interpretarlos se sientan empoderados para zanjar debates que nunca debieron salir de la esfera de la deliberación política y de la decisión de mayorías.
La pandemia y la grave crisis económica y humana que traerá consigo podría tener la virtud de recordarnos que los problemas políticos no debieran resolverse en la cancha de los derechos.