Decidí no revelar mi edad, aguanto mi encierro como el desconocido que soy y permanezco en una habitación con dos ventiladores funcionando, uno de techo y otro de pedestal, y ya dejé dicho que si el virus entraba, en ese caso hipotético, que no toquen el del techo y que jamás apaguen el del pedestal.
Mi deber como chileno es vivir hasta las últimas consecuencias, porque para eso llegamos al mundo, con el tiempo contado y por tanto debemos aprovechar los días íntegros y completos, y hasta el final, porque escrito está: “Cada día tiene su afán”.
Por lo tanto, no quiero apurarme ni que me metan prisas, claro que no está fácil, y ante el temor de que descubran mi edad, doy una señal imprecisa: se pasa de un santiamén de la Nueva Ola a lo que botó la ola. Paciencia. Ya les ocurrirá.
No quiero el paredón del falso dilema, con cinco personas de la tercera edad, un ventilador mecánico huacho y una lista de cinco apellidos, por orden alfabético: Bachelet, Frei, Lagos, Piñera y Valance.
Me solicitan que tarje cuatro y destaque uno. Me piden que lo piense y me tome el tiempo necesario. ¡Un segundo me basta! Con destacador fosforescente, además en negrita y subrayado: Valance.
Hay cosas que no quiero: que me llegue el pihuelo, doblar la esquina, soltar la risa y quedar mirando para el norte.
Por supuesto que sé que debo morir, pero una cosa es verla venir y otra bailar con ella. El dicho lo conozco de antiguo y de cuando una prima fea se me acercaba por la pista de baile y yo huía entre la ponchera y el
pick up, pero no había caso y me encajonaba con cara porfiada y labios chuecos: “¿Bailamos?”.
Con el tiempo se convirtió en una mujer preciosa, porque nada es permanente, ni la belleza ni la fealdad. Tampoco la vida y menos las palabras y frases, porque por ahí me pueden pillar y descubrir la edad.
Pero no voy a lanzar la esponja aunque me meta en un forro, me pille la máquina y me vaya a las pailas.
Todavía no ando patuleco y por supuesto que ya no tiro con honda.
Tampoco se me corre la teja, ni me entra el pidullo y no tengo los alambres pelados.
Aunque me meta en un tete y me tire al dulce, pero a mí la muerte no me hace tilín.
Pago al chinchín, el vuelto lo guardo en chauchera y no he estado en la cuerera, no llegué a ser palo grueso, pero reconozco, eso sí, que mal no me fue: nunca se me heló la chacra.
Ya no se me pegan los platinos, el auto no se me ahoga ¿y qué fue del chupete?
Hacer una tapa, ir a un malón, hablar de colipato y cerrar el frigider.
Cierro la jaba y no largo la pepa y me mantengo al cateo de la laucha.
No estoy para el gato, no diré que del uno ni tampoco como picho caluga, pero nunca como chaleco de mono y no me ha llegado al perno.
Busco una hilacha por el suelo, para ponerle el pie encima: ¡soy parado en la hilacha!
No deseo soltar la maleta ni entregar las herramientas y menos estirar las chalas.
Aunque tenga más años que el tabaco y tantos como la injusticia, pero por haber nacido en el día de San Blando, a él me encomiendo: quiero el morir el día que no tiene cuando.