“No es el personaje el que cambia, es el espectador”. Esta antigua máxima es clara como el agua: mientras la obra permanece tal y como era en el principio, es el receptor el que madura, cambia de opinión, envejece, etc.
Pues bien, ya no estoy tan seguro.
En la medida en que la industria del entretenimiento se ha ido contagiando sin remedio de retromanía —ese impulso por revivir productos y tendencias que ya tuvieron su momento bajo el sol, pero en un nuevo contexto—, traer de vuelta a clásicos personajes de ficción se ha vuelto poco menos que obligatorio. No me refiero a criaturas como James Bond, quien periódicamente regresa en la piel de un nuevo actor acorde a los tiempos que corren (aunque siempre acabe por ir detrás de estos), sino de actores que retornan al mismo rol que encarnaron exitosamente hace décadas, para dar en el gusto a miles de fans, que supuestamente esperaron toda una vida para volver a verlos otra vez, y están dispuestos a pagar aquí y ahora para cumplir ese sueño.
Esa fue la idea que vendió por todo lo alto The Force Awakens, séptimo episodio de Star Wars: una “segunda venida” de Luke, Han, Leia, Chewie y sus amigos. La cobertura fue mundial, los actores extensamente entrenados, entrevistados y debidamente recauchados para enfrentar el desafío; el filme se estrenó, batió récords y causó conmoción; en fin, el baile de la victoria se extendió por meses antes que los espectadores descubrieran el truco: el regreso no había sido tal. Los integrantes del clan Skywalker no eran más que personajes secundarios dentro de su propia película, un insumo del guion para narrar aventuras similares, pero con los viejos apoyando a un nuevo grupo de jóvenes, mejor preparados para resistir tanta correría galáctica. El público no olvidó la afrenta, y para cuando se estrenó The Last Jedi, en 2017, la polémica ardió en forma automática. El fuego no se extingue todavía, y eso que se supone que ya no habrá más Star Wars, al menos por un rato.
Algo similar está ocurriendo con Star Trek: Picard, el programa que semana a semana narra la última gran aventura de quien fuera el legendario capitán del Enterprise en la serie Star Trek: The Next Generation (1987-1994). Los trekkies más ortodoxos se han quejado amargamente del geriátrico estatus que los realizadores le han endilgado a su querido Jean-Luc Picard: le han visto vacilante, desorientado y con la voz quebrada; dependiente de otros, presa de numerosos achaques, pesadillas diurnas y nocturnas, esperables dosis de remordimiento y nostalgia por los días idos; una sombra del intrépido comandante de antaño, construido con energías y precisión shakespearianas por el británico Patrick Stewart. El punto es qué diablos querían: es imposible que el personaje no cambiase desde la última vez que se le vio en pantalla (Star Trek: Nemesis, en 2002); si el propio Sir Patrick está pronto a cumplir 80 años y se supone que en la serie su personaje tiene al menos 90. Lo realmente increíble no es que el tipo navegue a la velocidad de la luz, sino que aún sea capaz de dar vueltas por ahí, esclavo de su vocación aventurera y conservando una saludable incertidumbre por lo que vendrá.
Al contrario de lo ocurrido con Harrison Ford, condenado a revivir a Han Solo, Rick Deckard (de Blade Runner) e Indiana Jones, Stewart —quien en Logan (2017) ya tuvo la oportunidad volver a encarnar al profesor Xavier, de los X-Men, pero en clave demente y senil— es alguien que comprende mejor y es capaz de sacar partido a la enorme ansiedad que generan en la audiencia estos personajes “retornados”: la alegría gatillada por su regreso se derrumba inevitablemente apenas comprobamos el desgaste, los cambios, el paso del tiempo. Lo que equivale a una traición; porque verlos desmoronarse es prueba de que también nosotros nos caemos a pedazos. Que nada permanece, ni siquiera en la pantalla.