En uno contemplamos a Jesús plenamente hombre, que comparte con nosotros incluso la tentación, y hoy contemplamos su divinidad, como Hijo del Padre, que diviniza nuestra humanidad.
La Transfiguración no es un cambio de Jesús, sino que es la revelación de su divinidad. “Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz” (Mateo 17,2).
El Señor se muestra así a Pedro, Santiago y Juan, porque una semana antes les había anunciado su muerte en Jerusalén. Esos hombres, abatidos por la noticia, ahora tienen el consuelo de ver anticipadamente su resurrección gloriosa. Efectivamente, Jesús es Dios, el Verbo que se hizo carne.
Los apóstoles pudieron contemplar durante tres años la maravillosa humanidad de Jesús, meta y modelo del hombre aquí en la tierra: “hombre perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo” (Efesios 4,13). En ese tiempo, todo era alegría y “éxito”, la humanidad reflejaba perfectamente la “imagen del Dios invisible” (Colosenses 1,15).
Ahora que estamos en Cuaresma, caminando a Jerusalén junto a los apóstoles, no debemos olvidar que esa misma humanidad, que nunca se separó de la divinidad, está bajo el dominio exclusivo del Padre del cielo: “Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco” (Mateo 17,5).
Esos golpes de puño, latigazos, corona de espinas que desangra y desfigura el cuerpo y el rostro de Jesús esconden la humanidad gloriosa de Jesús, y nos pueden hacer dudar de que Jesús es Dios. Pero es al revés: sus heridas inocentes que sufren por mí me recuerdan que Dios es amor, y que precisamente así, llagado, herido y muerto, “reside en él corporalmente toda la plenitud de la divinidad” (Colosenses 2,9).
Esta Transfiguración es siempre actual.
Vemos el Cuerpo de Jesús —que es la Iglesia— también llagado por las heridas de sus hijos: la soberbia de quienes dudan de la voz del Papa, los golpes de una predicación sesgada y parcial de la enseñanza de Jesús, querer comprometer a la Iglesia en banderías humanas y contingentes, abusando de la conciencia de sus fieles, negándoles la libertad en materias opinables que Cristo nos ganó en la tierra. Por eso en esta Misa pedimos al “Señor, que nos hagas sentir hambre de Cristo, pan vivo y verdadero, y nos enseñes a vivir constantemente de toda palabra que sale de tu boca” (Domingo I Cuaresma, oración después Comunión).
Con nuestra vida y formación cristiana, queremos ver a Cristo transfigurado en nuestra sociedad. Al recorrer nuestras calles escuchando consignas y presenciando lacras sociales que la cultura occidental —gracias a la enseñanza del Señor— había purificado y elevado, sentimos un ambiente precristiano. Contemplamos con dolor cómo —para algunos— el fin justifica los medios, escuchamos el descrédito del valor de la vida, la devaluación del matrimonio, la violencia como argumento de autoridad, etc.
Para los apóstoles será muy duro ver después destrozada, ensangrentada y desfigurada esa Humanidad Santísima que supo sonreírles y comprenderlos. Pero “Él mismo, después de anunciar su muerte a los discípulos, les reveló el esplendor de su gloria en la montaña santa, para dar testimonio, de acuerdo con la Ley y los Profetas, que la Pasión es el camino a la Resurrección” (Prefacio II Domingo Cuaresma).
Hoy, su transfiguración nos recuerda que Él mismo que cristianizó tantas sociedades paganas sigue existiendo y es Dios. “Y es un motivo de alegría para nosotros saber que uno de la Trinidad, el Hijo, ya nunca más abandonará o dejará caer de su gloria celestial esa humanidad, que un día asumió en el seno de María de Nazaret: esa humanidad suya es eterna. “Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y lo será por los siglos sin fin” (Hebreos 13, 8) (J. M. Ibáñez, El Amor que hizo el sol y las estrellas).
“Seis días más tarde, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz… Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo”(Mt. 17, 1-2;5)