La crisis parece profunda y no se avizora fácil o cercano su desenlace. No hay liderazgo ni idea fuerza que convoque claramente a una mayoría. El Presidente, elegido ayer por una clara mayoría, despierta hoy altísimo rechazo y no ha visto otra que sepultar el programa que ofreció a sus electores. El Parlamento y los partidos no gozan de autoridad ni de liderazgo. Fuera de los poderes electos, tampoco hay instituciones prestigiadas ni liderazgos consolidados. No toman fuerza interpretaciones que expliquen lo sucedido y dibujen cauces para encaminar el proceso.
Parecen en crisis el orden social, el político y el económico. En este último, el cúmulo de casos de abuso e irregularidades tiene silentes o apabullados a sus defensores y en alta a sus detractores; los que, sin embargo, no logran dibujar una alternativa convocante. Una mayoría piensa que la protesta es el camino para que el Estado otorgue beneficios que, de otro modo, niega sin justificación. Los logros en gratuidad de la educación superior y el rápido cambio en la agenda presidencial alientan la idea generalizada de que solo la movilización asegura las conquistas. El Estado ya no logra encauzar las demandas ni responderlas adecuadamente; pues, cuando intenta hablar de escasez de recursos, déficit fiscal, inversión, crecimiento o cualquier otra cuestión compleja, suena a meras excusas de una élite que no quiere cambios, para mantener la desigualdad y no perder sus privilegios.
Por su parte, el instrumento en el que la mayoría confía, las protestas, se han tornado violentas y minoritarias, haciendo muy difícil reconocer las demandas que movilizan masas y lo que es un grito altisonante de unos pocos audaces. La funa y la descalificación, que son las formas verbales de la violencia, van sustituyendo a la deliberación racional. En la arena política, incluso en la Cámara de Diputados, lo que se impone es descalificar al adversario en vez de rebatirlo; el letrero sustituye el discurso racional y la consigna reemplaza los argumentos en la cuña televisiva final.
Sin fraternidad; sin ese grado de duda que hace escuchar al otro con interés, sin esa esperanza de que el otro pueda sacarme de un error o aportarme una idea, la democracia no tiene tierra en la que hundir sus raíces. Para los que no dudan, para los que tienen todas las respuestas, la igual dignidad, que nos obliga a deliberar, es un estorbo, no una fuente de riqueza. El discurso simplista y maniqueo, la consigna altisonante y la acción populista, que se imponen, son, sin embargo, como el movimiento en el fango: solo provocan que el cuerpo, en este caso el prestigio del Congreso y de los políticos, se hunda cada vez más. En un clima así, de creciente desprestigio del diálogo racional, de justificación de la violencia y de desconfianza a todo discurso que hable de límites o de efectos indeseados de la concesión de beneficios estatales, la democracia se hace cada vez más improbable.
La derecha teme un debate constituyente en este clima y llama a que no lo realicemos. Yo no tengo ya esperanza de que el Congreso o el Presidente tengan la capacidad de retomar esa forma de deliberar y de actuar en política que resulta indispensable para salvar la democracia.
Pongo mi esperanza, entonces, en la única tabla de salvación que me parece queda a la vista: que un nuevo órgano electo dirija otro debate político, uno acerca del país que podemos ser en los próximos decenios. Por cierto, nada me permite asegurar que esa deliberación será de ideas o que resistirá la funa o la tentación populista que campea. Solo abrigo esperanzas en un órgano nuevo, pues constato que los existentes no dan el ancho. El órgano constituyente debería deliberar un texto constitucional; esto es, reglas de distribución del poder, para que, en lo sucesivo, debatamos y resolvamos nuestras diferencias de otra forma; no debiera poder conceder beneficio social alguno, por lo que el populismo le será algo más esquivo.
Si ese posible órgano constituyente llegara a deliberar haciéndose cargo de las luces y sombras de nuestra historia del 90 a la fecha; si lograra debatir y escoger fórmulas institucionales sin simplismo, si tan solo en ese cenáculo se dieran y oyeran razones con la mente abierta, entonces otro aire puede entrarles al debate público y a la política chilena. Es por ello que adhiero al Apruebo, no porque crea que un nuevo texto constitucional pueda sacarnos de este berenjenal, sino porque el proceso de deliberación constituyente es la única tabla de salvación que vislumbro en el horizonte para tonificar nuestra alicaída y ya improbable convivencia democrática. Quiero creer en esa esperanza, porque no tengo otra en la que hacerlo.