Hay palabras que de por sí iluminan; hay otras que ciegan.
Entre las que ciegan, las hay que, también, traicionan el sentido de lo que queremos decir. La palabra ocio es un ejemplo. Nos falta el tiempo para la cantidad de ofertas que nos llegan por todos lados de las actividades disponibles. Nadie ofrece o publicita el ocio.
La más común enfermedad de este tiempo es el estrés. Que cuando es leve nos pone tensos, mal genio, antipáticos o injustos. Pero cuando aumenta nos paraliza. El cerebro está en pana y, muy luego, también el cuerpo.
En un cuadro de estrés moderado, todo se hace más difícil. Desde estacionarse hasta leer el diario. En un cuadro fuerte se ponen en huelga hasta las funciones más intuitivas, como ubicarse en el espacio, entender la revista que estamos leyendo o participar en conversaciones de manera creativa.
Es como cambiar de personalidad. Es como ser otra persona.
Y lo primero que colapsa es el uso habitual de nuestra inteligencia. Luego se afectan las relaciones humanas: el mal genio, la impaciencia o sus contrarios, la lata de ser parte de nada que implique “esfuerzo”. Y como casi todo implica esfuerzo —incluso dormir—, nada resulta. Hasta que la persona se da por vencida.
¿Cómo pasamos de un estado de superproducción, o aceleración, a un estado de verdadero descanso? Suspendiendo las actividades. Las voluntarias y las automáticas.
Además, si trabajamos, una licencia médica es un mal antecedente. Porque aparece como un problema psíquico, de fragilidad del sistema nervioso. Nadie quiere un trabajador con esas condiciones.
La injusticia de estos tiempos es que someten a los ciudadanos a tanto ruido, tanto auto, tanta noticia, que el descanso es dormir.
Y no sabemos no hacer nada. Nos aburrimos, nos inquietamos. Tomarse vacaciones no siempre es lo más indicado, si ello implica familia grande, panoramas, viajes y estímulos nuevos.
En el estrés, es el cerebro el que está cansado. Y el único descanso real para este pobre pedazo de nuestro cuerpo es la nada, el silencio.