No se sabe quién fue el autor —o si, como muchas obras geniales, fue una gesta colectiva—, pero lo cierto es que el acuerdo firmado por los partidos políticos el 15 de noviembre quedará en los anales de la creatividad política. Aparte de sus sofisticados tecnicismos, la idea de abrir un proceso constituyente, con referéndum “de entrada” y “de salida”, es un mecanismo que, a pesar de su fragilidad y del riesgo de que se desriele, es el único capaz de canalizar una situación que estaba fuera de control. No hay una mejor plataforma para encarar lo que está en la base del desborde actual: la crisis de la narrativa, normas e instituciones que establecían un marco común de derechos y deberes, con capacidad para emplear la fuerza pública para defender el orden que rige a todos.
Chile es una sociedad madura que no aceptaría Otro Modelo, ni ningún dispositivo semejante, creado por un grupo de expertos e instaurado desde arriba. Lo único viable es lo que ofrece el proceso constituyente: un mecanismo abierto y participativo que se plantea renovar las bases de nuestra vida colectiva y ofrecer un horizonte que las nuevas generaciones sientan propio. De ahí que este proceso no podría enfocarse única ni principalmente en las deudas acumuladas del pasado; debe abordar, por encima de todo, los desafíos que plantea un futuro que ya está aquí, con temas como el calentamiento global, los cambios en el trabajo humano, las desigualdades múltiples, la propiedad intelectual, las nuevas formas de democracia o el sentido del Estado-Nación.
Una de las lecciones que dejó el 18-O es cuán arriesgado resulta hacer vaticinios. Con todo, no es demente imaginar que el plebiscito del 26 de abril (26-A) podría dar la partida a un nuevo paisaje político. En efecto, el hecho de que converjan en el “apruebo” fuerzas políticas de izquierda, centro y derecha podría echar la última palada al paisaje que se abrió en el plebiscito de 1988, articulado entre el Sí y el No a Pinochet. Podría crear una nueva cancha, en la que todos los jugadores entran en las mismas condiciones, cada uno con sus aptitudes, lesiones y magulladuras.
El tipo de dilemas que planteará la deliberación constituyente —pensemos, por ejemplo, en cuán amplio será el texto constitucional, en el tipo de régimen político, así como en los temas mencionados más arriba— inaugurará a su vez clivajes o disyuntivas muy diferentes a los que ordenan el paisaje político actual, que sigue siendo heredero de la Guerra Fría. Tomará algún tiempo que las nuevas adhesiones coagulen, pero el 26-A podría dar inicio a un movimiento que culmine en la creación de nuevos agentes políticos, nuevas alianzas y coaliciones, y nuevas mayorías de gobierno.
El 26-A es una oportunidad histórica para rebarajar el naipe. Para que la configuración de fuerzas creada en 1988 frente a Pinochet deje paso a un nuevo ordenamiento basado en los grandes dilemas del siglo 21. Y, también, para que grupos de la sociedad que aún son percibidos como defensores de un statu quo que los favorece y que fuera creado en dictadura, se abran a concursar sin temor y con la frente en alto sobre la base de sus ideas y trayectoria.
Es comprensible en el caso de la UDI, pero no que sectores relevantes de Renovación Nacional hayan decidido no aprovechar esta oportunidad esgrimiendo motivos baladíes, como la falta de garantías. Es el mismo síndrome que los condujo a dar el Sí a Pinochet y a su posterior travesía por el desierto. Pero la directiva de RN, Evópoli y el alcalde Lavín aprendieron la lección, lo que les ha llevado a pronunciarse por el “apruebo”. Si este triunfa, como es altamente probable, los que el 26-A hayan cruzado el río habrán logrado derribar la última barrera para estar entre los gestores de la nueva mayoría que podría dar gobierno a Chile por los próximos 20 años; como sucedió con el No en 1988.