No nos perdamos: la discusión constitucional no es un debate entre buenos y malos. Nuestras discrepancias se dan porque, aunque todos queremos el bien de Chile, no estamos de acuerdo en el mejor modo de conseguirlo. Ambas partes entregan buenas razones y ninguna sostiene ideas disparatadas. En suma, es un debate entre dos posturas legítimas.
Desde el punto de vista político, me parece que el argumento de mayor peso para embarcarse en un proceso constituyente se funda en que, de ganar el Rechazo, se pondría en peligro la paz social.
Ahora bien, precisamente en su aparente fortaleza reside el carácter problemático de este argumento. En efecto, si lo traducimos al castellano, viene a decir lo siguiente: “Si gana el Apruebo, no tendremos problemas, porque quienes prefieren mantener la Constitución vigente (con las necesarias reformas) son demócratas sinceros, que acatarán lo dispuesto por la mayoría y se sumarán al trabajo de elaborar una nueva Carta Fundamental”. Lamentablemente, no sucede lo mismo por el otro lado. Ciertamente, la inmensa mayoría de quienes quieren un nuevo texto constitucional cumple con las condiciones anteriores, pero hay excepciones y ahí está el problema.
De una parte, se hallan los “demócratas a su manera”, es decir, esas personas que quieren con toda el alma una Constitución, siempre que sea la suya. Si no la consiguen, moverán la calle. Quizá lo hagan de manera pacífica, pero se comportarán como niños taimados hasta que se les entregue lo que desean. Dicho con otras palabras, son personas de convicciones democráticas más bien débiles. No son Maduro, Ortega o los Castro, pero tampoco se parecen a Frei, Alessandri o Lagos.
Junto a ellos, están quienes validan los métodos antidemocráticos. A veces cohonestan la violencia; otras, la practican directamente. Esto no constituye una novedad en la historia política chilena, ni en la izquierda ni en la derecha.
Recordemos, por ejemplo, la famosa declaración de Chillán, en 1967, donde el Partido Socialista expresamente postuló la legitimidad de la lucha armada para alcanzar el poder. Entonces, nuestros socialistas no sacaron las metralletas ni pusieron bombas, simplemente dejaron la puerta abierta. Otros, en cambio, dieron el siguiente paso: el MIR y la Vanguardia Organizada del Pueblo por la izquierda, o Patria y Libertad ¯al menos partir de 1972¯, del lado de la derecha.
Nuestros encapuchados que hoy lanzan bombas molotov contra los carabineros, impiden por la fuerza rendir la PSU (en este caso, ya ni usan capucha) o atacan cuarteles policiales están en este segundo grupo.
Cuando se dice que “si gana el Rechazo, no tendremos paz social”, lo que en realidad se afirma es que existe un grupo de chilenos que no están dispuestos a aceptar un veredicto de la mayoría que les sea contrario. En consecuencia, tenemos que dejarlos contentos. Ellos no solo están en las barricadas, sino también en el Congreso o en determinadas organizaciones sociales. Por eso, no dudaron un momento a la hora de pedir la renuncia del Presidente luego de los atentados del 18 de octubre y días posteriores. Y aún hoy siguen haciendo propuestas que significan un claro desprecio de las formas de democracia representativa.
Expuesto así, quizá el argumento de los partidarios del Apruebo sea muy comprensible. Sin embargo, su debilidad estriba en que nada asegura que, en caso de elaborarse una Constitución razonable, vayamos a solucionar este problema. ¿O alguien cree que el día en que se pongan de acuerdo personas como José Antonio Viera-Gallo, Enrique Barros o Patricio Zapata los vándalos e insurrectos guardarán sus capuchas, tomarán los libros o empezarán a trabajar?
La mala noticia es que, en uno u otro escenario, tendremos que reconocer que la violencia ha vuelto a la vida política nacional y que ninguna Constitución será capaz de detenerla.
¿Cómo enfrentarla? Obviamente, no basta con pedir “mano dura”, sino que hay que atender a dos planos. Uno consiste en eliminar gradualmente las condiciones que fomentan la anomia y el nihilismo que facilitan esa violencia irracional. Durante años hemos corroído las diversas comunidades y, en la izquierda y la derecha, fomentamos el individualismo, olvidamos los deberes y responsabilidades, y pensamos que las virtudes políticas eran una cuestión puramente privada. Después nos extrañamos del comportamiento de esos jóvenes en las barricadas y de aquellos menos jóvenes que, en el PC y en parte del Frente Amplio, hacen propuestas incompatibles con una democracia como la que se practica en los países estables.
Pero también hay que enfrentar la violencia en otro plano. Si alguien quiere saber qué hace con ella un país democrático, basta con que junte un grupo de amigos y viaje a Londres. Instálense un viernes en la noche en la Plaza Trafalgar, pónganse unas capuchas, pinten la columna de Nelson, destruyan los leones de bronce y lancen un par de adoquines a la National Gallery. No pasarán cinco minutos hasta que puedan saber qué hace un país democrático en esos casos.