Ahora que “Parasite” se apresta a ganar el Oscar a Mejor Película Extranjera —completando un trayecto perfecto, que se inició en mayo pasado con la obtención de la Palma de Oro en Cannes 2019—, la pregunta parece de rigor. ¿Será el león como lo pintan? ¿La película es tan brillante como dicen?
No es que me esté pasando de listo, pero en un mundo donde el exceso de expectativas parece devorar y desecar todo —memes, virales,
bloopers, superhéroes, sagas, series de TV—, cualquier producto que suscite las unánimes alabanzas que este filme ha conseguido se convierte de inmediato en objeto de sospecha.
Visto desde fuera, el séptimo largometraje del coreano Bong Joon-ho, que debuta el próximo jueves en las salas nacionales, parece idealmente diseñado para resistir ese feroz asedio mediático, y eso se hace evidente tanto en el enigmático diseño del póster (que muestra a los miembros de una familia en el patio de una amplia casa, cada uno con una barra negra o blanca impresa sobre sus ojos) como en su excitante premisa argumental: después de convertirse en profesor de inglés de una hija de millonarios, el joven Kim Ki-woo decide infiltrar la mansión de los Park con sus parientes, y —usando falsas identidades— consigue trabajo para su hermana (como sicóloga infantil) y también a sus padres (como chofer y ama de llaves). Bajo las narices de sus despistados y arribistas empleadores, la familia Kim se “toma” la enorme casa, tan distinta a la ratonera en que han vivido durante años, transformándose así en esos “parásitos” aludidos en el título; pero claro, una vez que el objetivo se consigue, hay un precio a pagar, y muy alto, etcétera, etcétera.
Planteada de ese modo, la película puede leerse como una efectiva fábula acerca de las distorsiones en el corazón del modelo económico, el presunto ánimo de revancha que los desmedrados alimentan contra los más favorecidos, y —tal como ocurrió con la ultrapromocionada y hoy olvidada “Us” (2019), de Jordan Peele— como un relato en el que la superación de la desigualdad es imaginada en clave de ajuste de cuentas. Pero, atención: el que “Parasite” sea capaz de incorporar, absorber y luego reciclar esas lecturas en clave ideológica, no la consagra necesariamente como mero filme símbolo de los diversos estallidos sociales en curso; de hecho, a juzgar por como les va a los Kim en la cinta, también podría formularse el argumento contrario y decir que, ante cualquier riesgo de amenaza, el sistema suele encargarse de sus disruptores, para que el orden se recupere a como dé lugar, en fin… Fábula o antifábula, ninguno de esos maniqueos puntos de vista alcanza a explicar por qué la película ha calado tan profundo con sus audiencias y cómo se gestó ese velocísimo boca a boca entre los públicos de decenas de países, hasta totalizar más de 100 millones de dólares recaudados por concepto de entradas; en suma, cómo dejó de ser otra cinta coreana “de cine arte” para devenir en “obra de arte” global.
Tal como ocurrió en su momento con clásicos como “Psicosis”, “La naranja mecánica” y “Perros de la calle”, la explicación de por qué “Parasite” se volvió “la película que hay que ver” descansa en lo de siempre: su vértigo narrativo, su capacidad de mantenerte al borde del asiento, esa diabólica habilidad a la hora de hacernos empatizar con “los malos” —¿a todo esto, los malos (los parásitos) son los Kim o los Park?, ¿importa acaso?—, y la persistente sospecha de estar viendo reflejado en pantalla y en tiempo real, un aspecto de nosotros mismos, un trozo del aquí y el ahora, en toda su espantosa y resbalosa ambigüedad. Aceptémoslo de una vez: aunque nos guste imaginarnos como héroes, antihéroes y superhéroes, nos fascina aún más la perspectiva de emerger como monstruos. Bestias. Espantajos.
PARASITE
(Gisaengchung / Corea del Sur / 2019). Coescrita y dirigida por Bong Joon-ho. 132 min.