Uno de los rasgos culturales más arraigados y de largo aliento de nuestro grupo de creencias colectivas que dicen relación con la cosa pública —el mundo político en sentido amplio— es que la acción, si quiere ser eficaz, requiere una modificación previa de las reglas jurídicas vigentes. Así, caricaturizando, el buen gobierno estaría garantizado por las buenas intenciones, porque bastan estas para modificar la realidad gracias a la herramienta magnífica que es “la ley”. Esa eficacia, sin embargo, no está asegurada. Sobrevaloramos las leyes. A menudo la realidad no se adapta a lo que la regulación pretende y esta se va convirtiendo en una cáscara impotente, aunque noble.
Hay, por desgracia, ejemplos trágicos, terribles, vergonzantes de discordancia completa entre norma jurídica y realidad tolerados durante siglos en nuestra historia. No creo que ningún historiador chileno se atrevería a afirmar como real aquello que nuestras leyes simplemente disponen, sino que saben muy bien que es fundamental intentar determinar de qué manera y en qué medida fueron aplicadas. El “derecho de los libros” y el “derecho de la vida” tienen preceptos diversos, a veces contradictorios.
La tradición constitucional chilena no ha estado exenta de esas disociaciones, sorprendiendo que en defensores y detractores de la Constitución que nos rige se suscriba la premisa de que el “modelo” establecido en ella y la realidad regida concuerden a tal punto que esta se perciba como engendrada y sostenida por aquel. Eficacia: seríamos la Constitución de 1980 y para cambiar o conservar lo que somos es necesario previamente cambiar o preservar esa Constitución. Lo dudo.
Me resisto a simplificar las cosas en la medida de atribuir lo que somos a una norma dictada en 1980, pero ese escepticismo no me quita confianza en la bondad del proceso constituyente porque me parece, en su naturaleza, un ejercicio correcto, positivo para el bien común, un poco lujo de antigua república griega o toscana, el ocio por excelencia, el darse tiempo para deliberar reguladamente y de modo pacífico, intercambiando argumentos, acerca de la organización política mejor para nuestra vida en sociedad, pensando en el futuro.
Lo que me parece claro, y posiblemente es bueno que así sea, es que este proceso demorará muchos años en ponerse en práctica en su integridad y se requerirá para ello la colaboración de las generaciones futuras y la convergencia de muchos otros factores y variables. Cada nueva Constitución provoca una avalancha de reformas de sí misma y esta no habrá de ser la excepción, porque no son biblias, sino artefactos jurídicos enmendables según su éxito o fracaso en su encuentro con lo social prefigurado, el cuerpo social, una concreción que no es una arcilla húmeda y moldeable. La promulgación de una Constitución es solo el primer capítulo de una narración en que también cuenta lo que se ha narrado antes.