En un pasillo de mi casa hay colgadas y enmarcadas las dos caras de un mismo póster; las guardé durante años antes de ponerlas detrás de un vidrio: “‘La voz y sombra', de François Truffaut. 10 al 17 de marzo, 1994. Funciones a las 18:30 y 20:30 horas. Cine Arte Alameda”. Recuerdo perfecto la lucha para conseguir las entradas, el lleno total, un leve descalce entre proyección y audio al principio de la función de “Jules et Jim”, la melodía de Charles Trenet al inicio de “Besos Robados”, la sensación de que este sería un evento formador en mi modo de ver las cosas. Lo fue.
Por entonces, el Alameda era una sala “joven”, pero al mismo tiempo un espacio que llevaba varias encarnaciones en el cuerpo, primero bajo el nombre de Normandie, uno de los pocos cines del centro de Santiago que se desmarcaban del activo eje de Huérfanos y Ahumada; luego —a mediados de los 70—, salvándose del cierre al exhibir “Jesucristo Superestrella” durante dos años seguidos, nada menos, y después en una inédita configuración como Cine Arte que se prolongó por más de una década, antes de su traslado a calle Tarapacá. Era el único lugar donde un niño de 13 años podía arrastrar a su abuela a ver “Fanny y Alexander”, de Bergman, sin que nos preguntaran por la edad mínima requerida para entrar (18). El aforo era gigante —¿unas 1.200 butacas?—, uno pasaba frío en invierno y la proyección era más oscura de lo que debería, pero en tu ochentero camino hacia la cinefilia tomabas lo que te daban: el ansioso público del Normandie podía alimentarse con los desaforados sueños de Herzog y las tragedias de Fassbinder; protestar en silencio contra la dictadura yendo a ver “Gandhi” y “Reds”, seguir la pista del Fellini de los 80 y el primer Kusturica, o quejarse por la ausencia de Scorsese y De Palma en una programación en la que por cada función de “La ley de la calle” tenías que lidiar con tres o cuatro cintas europeas.
Quizás porque creía que el viejo Normandie reflejaba la mirada de una generación anterior, siempre me sentí más a gusto en el Cine Arte Alameda; una sala más compacta (300 espectadores), con programación menos solemne y muy de su época. “Perros de la calle”, “Antes del amanecer”, “Una noche en la tierra” y “Dead man” nunca pasaron por salas comerciales: debutaron directo en Alameda 139, ante un público que se aferró a ellas como una bandera. Sin embargo, a fines de los 90, cuando la sala quiso ir más lejos y apostó por nombres como Kiarostami y Tsai Ming-liang, la audiencia no respondió. Distraídos como estábamos con tanto gringuerío, la aparición de los DVD y los nuevos multicines en los
malls, casi enviamos al cine a pique. Acaso el mayor logro de Roser Fort, quien tomó la administración en esos días, fue hacer frente al vendaval y reinventar el lugar en clave de centro cultural, perenne sede de festivales (Fidocs, In-Edit, ArqFilmFest) y refugio para un cine chileno a punto de iniciar un profundo recambio generacional. Hace ya tanto tiempo de eso, unos veinte años, que a muchos nos cuesta pensar que nada salvo un cine puede (y debe) ocupar esa dirección. Esos metros cuadrados —tentadores para cualquier inmobiliaria— son legado, institución, estado de ánimo y un torrente de imágenes que se desgrana y se fragmenta en las memorias de muchos miles.
Escribo esto recordando la gigantesca fila para entrar al estreno de “Haz lo correcto”, en el Normandie, durante el abrasador verano de 1990. La sala todavía estaba cerrada y el calor que emanaba desde la vereda nos quemaba las zapatillas: lo único que queríamos era entrar al cine, a esa fría oscuridad, sin saber que una vez dentro la pantalla ardería; no como lo hizo ese trágico último viernes de 2019, sino a punta de colores e intensidad. Plena de energía y fuego interior.