“El Cine Arte Alameda está quemándose”, me avisa un amigo conmocionado. No lo puedo creer. Pienso en las cientos de películas que vimos ahí durante décadas, muchas de las cuales nos cambiaron la vida: “Aguirre o la ira de Dios”, de Werner Herzog; “París, Texas”, de Wim Wenders; “El gran dictador”, de Chaplin. No dejamos de llorar todavía por el incendio de la pequeña iglesia de la Veracruz en el barrio Lastarria, y ahora estamos llorando por un cine —a pocas cuadras de ahí— reducido a cenizas.
En la década del 80 las salas de cine arte en Santiago fueron verdaderos templos, en los que venerábamos a nuestros propios dioses: porque un gran cineasta es “un pequeño Dios”, que nos hace tener epifanías, revelaciones en pleno desierto. Y Santiago en los 80 era un desierto gris y vigilado. Las grandes cadenas de cine que llegarían después terminaron por convertir el ritual acto contemplativo de ver cine en un consumo de comida y cine chatarra. En todo el mundo, hemos visto cómo lo “uniforme”, lo igual, reemplaza progresivamente a lo singular: los malls, las grandes cadenas, son idénticas en todas partes del mundo. El Cine Arte Alameda era uno de los emblemas de lo singular que resistió. Como también resistieron el Cine Arte Normandie y El Biógrafo. Estos últimos probablemente estén en peligro, como tantos locales aledaños a la “zona cero”: como el Café Colonia, que acaba de cerrar y donde tuvimos tantas conversaciones morosas, en torno a unos cafés y un pedazo de torta. Lo “singular” —que es gestionado por pequeños empresarios— no tiene espaldas para resistir una protesta urbana de la persistencia e intensidad de esta... ¿No es significativo que en estos días también la entrañable Radio Beethoven haya sido silenciada y vendida al mejor postor? ¿Había algo más singular que esta radio de música clásica, oasis y pausa entre el sonido y la furia?
En el Cine Arte Alameda, hace casi veinte años, coorganizamos un ciclo de cine del gran director Andrei Tarkovsky. Su cine es lento, metafísico, “denso”. Pero, para gran sorpresa de todos, el día del estreno las filas de gente daban vuelta la calle: si las decisiones las hubiera tomado un gerente comercial, habría elegido una película más “taquillera”. Afortunadamente, quien decidía era Roser Fort, una gestora cultural a cuya visión y tenacidad le debimos la sobrevivencia de este espacio de culto. Acabamos de enterarnos de que un arquitecto, Fernando Guarello, ofreció su experiencia y oficio para reconstruir el cine, convocando a otros a hacer lo mismo, en un acto de generosidad y entrega que abre una luz de esperanza en estos tiempos en que nadie —ni de izquierda ni derecha— quiere sacrificar nada. Pero esta no es hora de pequeñeces, sino de sacrificios.
Pero sacrificios de verdad. Como el que hace el protagonista de la película “El sacrificio”, de Tarkovsky, al quemar su bien más preciado, su propia casa, para salvar al mundo. En medio de la Guerra Fría, escucha en la radio que una bomba nuclear va a destruir el mundo. Entonces, se arrodilla y reza y le ofrece a Dios como sacrificio lo que más valora: su propia casa que le costó tanto construir. No fue a quemar la casa de otros para cambiar el mundo. Se sacrificó él, en un gesto radical e inusual en tiempo de individualismos. Ese es el mensaje central de la película que vimos hace tantos años en el Cine Arte Alameda, sin pensar, mientras veíamos arder la casa en esa larga toma tarkovskiana, que la sala de cine en que estábamos también algún día ardería. Luego veríamos en esa misma sala un documental que mostraba cómo la cámara se traba en plena grabación de la escena de la quema de la casa. Es el desastre total. Tarkovsky se agarra la cabeza… lo ha perdido todo. La casa se quemó y la cámara no grabó nada. No hay presupuesto. Pero todo el equipo se une y juntan el dinero para volver a levantar la casa y filmar de nuevo... Un milagro, un sacrificio como el que puede volver a levantar al Cine Arte Alameda desde las cenizas. ¿Y, por qué no, a Chile?