Al parecer, la alcancía Netflix alcanzó no solo para que Martin Scorsese jugara a “El Padrino” con sus amigotes, porque todavía quedó su centenar y medio de millones de dólares para que Michael Bay hiciera explotar un continente completo. Y quizás esto parezca una exageración, pero no lo es: En los primeros cinco minutos de esta película ya hemos visto un avión desplomarse, decenas de autos darse vueltas con cadáveres volando por los aires, unos cuatro saltos temporales, textos en pantalla, balaceras, griterío en medio de una persecución, un placement de Red Bull, y chistes con monjas, sin que el espectador tenga la más mínima idea de lo que está pasando. En otras palabras, estamos ante un genuino “Michael Bay”, último modelo y con llamaradas pintadas a los lados. La historia —no es que importe— va sobre un escuadrón especial de pintorescos personajes que fueron dados por muertos en curiosas circunstancias, y que se unen para llevar a cabo misiones imposibles. Ryan Reynolds es el líder del grupo, por lo que hay mucho humor y relajo aunque el mundo esté en serio peligro y las bajas sean considerables. La puesta en escena es un monumento al exceso, envuelto en banderas norteamericanas; y de a poco esto se transforma en una experiencia que es menos ver una película, y más presenciar un espectáculo que no debería existir, pero que sin embargo ahí está, en glorioso Dolby Vision. Con todo, un divertimento de combustión muy rápida que solo pretende romper cosas, preferentemente con rock de fondo, y chistes rematándolo absolutamente todo. No hay segundas lecturas; con suerte hay una.
En Netflix.