Vayamos con la memoria diez años atrás, a un tiempo que parece mucho más viejo de lo que indica el calendario. Intentemos recrear ese diciembre de 2009 y los meses que pasaron hasta el 11 de marzo de 2010, fecha en que Sebastián Piñera asumió como Presidente de la República. Olvidemos todo lo que sabemos hoy y tratemos de reconstruir el significado de ese momento.
La elección de diciembre 2009-enero 2010 fue ajustada. No era fácil derrotar a esa inmensa máquina de poder en que se había transformado la Concertación. Es verdad que su último gobierno había sido malo, pero antes había habido mejores. Además, los electores podrían pensar: “¿Para qué intentar hacer cambios si la centroizquierda lleva tiempo gobernando con ideas de centroderecha?”.
A todo lo anterior hay que agregar un temor típicamente latinoamericano: “¿Qué pasará con la izquierda dura, esa que no saca muchos votos pero les hace la vida imposible a los gobiernos?”. Porque para realizar una huelga u organizar un bloqueo de puertos o carreteras no se requiere tener muchos votantes, bastan las ganas de molestar. Por último, estaban los fantasmas del pasado, que procuraban asustar a los votantes con una imagen no muy atractiva de la derecha.
Sin embargo, la operación para llegar a La Moneda justo en el año del Bicentenario funcionó a la perfección. Se eligió un candidato con un pasado más bien democratacristiano, lo que daba tranquilidad a la gente de centro. Ciertamente, su figura suscitaba reticencias, pero ellas venían desde el ala derecha de la Coalición por el Cambio. Su nominación fue pacífica, porque las encuestas lo trataban muy bien. Todo esto mostraba una sensibilidad diferente en los chilenos, ya que décadas atrás difícilmente habrían elegido a un millonario como Presidente.
Sebastián Piñera no era un recién llegado a la política: senador, ex candidato presidencial y presidente de RN, entre otros antecedentes. Pero a pesar de su amplia experiencia, no era el derechista típico y, precisamente, desde esa diferencia articuló una campaña presidencial que hasta desde el punto de vista estético fue diferente y estuvo inspirada incluso en la de Obama.
Su propuesta era una nueva derecha o “centroderecha”, como le gusta decir. ¿En qué consistía la diferencia? Si hubiera que resumirla en un adjetivo, sería: se trata de una derecha “despinochetizada”. Para eso le sirvió el haber votado por el “No” en 1988 y otros comportamientos por el estilo que destacaban su originalidad dentro del sector. Gracias a ellos podía mostrar al electorado indeciso que la suya era una centroderecha sin aires autoritarios y perfectamente reconciliada con una democracia “sin apellidos”.
Todo este cambio de look se facilitaba por el hecho de que el adversario realmente peligroso parecía haberse esfumado. En efecto, el Muro había caído veinte años atrás y no parecía necesario proteger a la democracia de nadie. No había actores políticos relevantes que reivindicaran la lucha armada o cosas por el estilo. De hecho, por aquel entonces las posiciones de la izquierda más extrema, que se había convertido en pacífica, apenas alcanzaban un 6%. Es decir, gran parte del esquema político se había renovado, incluida la izquierda que, aunque los autoflagelantes refunfuñaran, llevaba veinte años jugando con las reglas de la economía de mercado y de la Constitución de 1980, tan reformada que ahora era la de 2005 y llevaba la firma de Ricardo Lagos.
En los debates entre los candidatos –conducidos, entre otros, por los periodistas Alejandro Guillier y Beatriz Sánchez–, el abanderado de la centroderecha no tuvo problemas para imponerse. Le bastó con su inteligencia y con el hecho de que aunque prometía cambios, no eran demasiados. Se trataba, más bien, de un cambio de ritmo, de “despertar” al país de la siesta socialista.
Su propuesta apuntaba a una meta atractiva para los chilenos: dejar atrás de una vez por todas el subdesarrollo, es decir, llegar a ser una especie de Portugal, el más pobre de los países ricos. Esto calzaba perfectamente con su discurso meritocrático. En suma, ya entonces Piñera apuntó a un electorado de clases medias emergentes, fruto del éxito económico de las últimas décadas.
La atención a la economía no es un asunto irrelevante. Mucho podemos discutir si acaso ella tiene la última palabra o si sus instrumentos son los más adecuados para comprender la realidad social. Pero está claro que la economía importa; si ella no funciona, difícilmente podremos tener una política sana.
Lo dicho parece una trivialidad, pero bueno es recordarlo cuando tantos chilenos piensan que es posible tener altos índices de empleo, crecimiento de la inversión y gozar de ventajas que ya querría cualquier país latinoamericano, al tiempo que se marcha, se hacen barricadas y se multiplican las huelgas y paros universitarios. Pero en aquella lejana época la gente sabía que existía algo así como la realidad; que la ley de gravedad no es derogable y que el Estado obtiene sus recursos de los impuestos que pagan las empresas y los ciudadanos de a pie, lo que supone que si la economía se detiene, las arcas estatales empezarán a mermar.
Así las cosas, Piñera consiguió un triunfo que su sector no obtenía desde 1958, cuando subió Jorge Alessandri. Este es un hecho que, independientemente de lo que haga, la izquierda no le perdonará jamás. En efecto, al mostrar que la derecha podía llegar a La Moneda les recordó a sus adversarios algo que nunca quieren oír: que el Estado no les pertenece, que no es imprescindible que ellos estén siempre en el gobierno mientras la derecha se dedica a sus asuntos privados. En suma, que la vida puede organizarse de otra manera.
Puesto a elegir a sus colaboradores, el Presidente electo buscó seguridad. Eso, para él, significa contar con gente cercana, de su confianza, amigos ojalá, y muy bien calificada, de preferencia con un doctorado en los Estados Unidos. Repartió casacas rojas y unos simbólicos pendrives, donde estaban las tareas que debían realizar, al mejor estilo de “Misión imposible”.
Tan confiado estaba en la capacidad de su equipo que, a pesar del terrible terremoto del 27 de febrero, decidió que su programa se iba a sacar adelante de todas maneras. Con esto despertó en la población la impresión de que habían llegado unos superhéroes, que es una idea muy peligrosa, capaz de dañar al mejor de los gobiernos. Ese es el contexto en el que recibió la banda presidencial de Michelle Bachelet. Lo que vino después es otra historia.
El triunfo de Piñera hace una década mostró que ser de derecha era más amplio que haber votado por el “Sí” en 1988. También reforzó la convicción de que en Chile pueden gobernar todos los sectores, pero que las reglas se mantienen. Es decir, consolidó la imagen internacional de una nación estable, compuesta de ciudadanos razonables, donde se prefiere la vía de las reformas, más que las revoluciones. Un país un tanto gris, quizá aburrido, pero predecible, muy apto para inversionistas y malo para los apostadores. Ninguno de ellos había oído una frase viejísima: “En Chile nunca pasa nada…, hasta que pasa algo”.