Se anunciaron dos muertes políticas. Una se dirigió en contra de una pieza importante del tablero. Fue bien formulada y terminó por ejecutarse. La otra se dirigió en contra de la única pieza decisiva, aquella cuya caída pone fin al juego. Fue mal formulada y a destiempo, me pareció más dirigida a dar testimonio que a producir un efecto, lo que juzgo como la mayor torpeza política. Intento aquí la crónica, sirviéndome del ajedrez, un juego que tiene muchas similitudes con la política.
El ajedrez es un juego milenario, la política también es muy antigua. El ajedrez tiene reglas estrictas, como también lo son las constitucionales, que rigen la política. Aun siendo minuciosamente reglados, ajedrez y política comparten ser actividades de estrategia. En ambos, todo lo permitido por las reglas puede pasar, todo hasta que muere el Rey. Cuando muere el Rey termina el juego.
Las piezas del ajedrez, como los funcionarios y dignatarios políticos, solo pueden moverse en direcciones prefijadas por las reglas. Hay piezas numerosas, como los peones, y otras más escasas, como los alfiles, que podrían ser como los embajadores; los caballos, se me ocurren como los políticos, ágiles y saltarines, y unas piezas terribles y poderosas, que se me figuran como los ministros de Defensa e Interior. Hay un solo Rey.
Todas las piezas pueden caer, menos el Rey; pues cuando es abatido o se rinde, se acaba el juego. Es posible que después haya otra partida, pero también puede no llegar a haberla, caso en el cual desaparece hasta el tablero.
Hay, en el ajedrez, dos grupos adversarios, que se necesitan mutuamente, hasta que uno vence al otro. Triunfa el equipo que hace caer al Rey adversario, pero su alegría es efímera, pues junto con ello se acaba el juego. El paralelo con la política puede hacerse con gobierno y oposición. Hay piezas blancas y negras. Parten en perfecta igualdad de condiciones, lo que dura solo hasta la primera jugada. Las blancas tienen la iniciativa, como los gobiernos la de iniciar proyectos de ley. La jugada queda propuesta y luego responden las negras.
El juego consiste en atacar al adversario, pero todo jugador de ajedrez sabe que no puede ni debe atacar si no prepara y mantiene, simultáneamente, una buena defensa.
Si hago el paralelo, me parece que esta semana cayó una torre, un ministro del Interior muy cercano al Rey, que llevaba largo tiempo en el tablero. Hizo una mala jugada frente a un agresivo, sorpresivo y bien planificado ataque de fuerzas que aún no terminan de identificarse. El juicio contra esa poderosa y leal torre no consistió ni debía consistir en si era justo o no que muriera. El juego del ajedrez no está regido por el valor de la justicia. Es un juego de estrategia y de movimientos incesantes.
La función de la torre consiste en atacar al adversario y, a la vez, defender a su Rey. Como observador y cronista que soy, me parece que esa torre cumplió a cabalidad su función durante el largo partido. No tengo claro si el error fue de él o de otras piezas que debían protegerlo. Eso lo dirá el tiempo, pero que hubo un error, lo hubo, y fue fatal para la torre.
El juego continuará sin esa torre. El Presidente continúa. Sus movidas no estuvieron exentas de errores. El peor fue declarar una guerra contra enemigos poderosos, en condiciones en que los militares estaban en las calles y en ellas deambulaban no solo tales enemigos, sino también quienes ejercían sus derechos civiles y políticos. La confusión pudo ser mayor, pero el Presidente, acertadamente, regresó a la posición de la que creo nunca debió haber salido: la de jefe de Estado.
La suerte del Rey depende, en parte, de las piezas que lo rodean. Las de su color tienen el deber de protegerlo. Pero la suerte de cualquier rey depende también de sus propios movimientos. Los que saben de ajedrez dicen que los buenos reyes, los que duran largo tiempo, son aquellos que se mueven muy ocasionalmente, asegurándose antes de que todas las piezas de su mismo color le protegen las espaldas. Los malos reyes, en cambio, son los que se distraen, los que se mueven mucho, hasta ruidosa o precipitadamente; los que tratan de hacer las veces de torres y hasta de alfiles y peones.
A este cronista le gustan los reyes que duran hasta que se les acaba su turno, fijado por la reglas. Lograrlo depende de la prudencia, sabiduría y parsimonia de sus movidas. El mejor rey que este cronista ha conocido era tan astuto y magnífico a la vez, que sus súbditos lo apodaron El Justo y Bueno. Supo reunir a sus piezas, tratar con cordialidad a sus adversarios y hasta pedir, una vez, perdón a su pueblo. Todo lo hizo ese buen Rey en la medida de lo posible, pues sabía que no todo es posible en un tablero de ajedrez. Este observador y cronista puede atestiguar que ese Rey sabio se dejaba aconsejar.