No fueron días en los que pasara mucho. Había un vacío seco que yo miraba sin ver. Una anestesia. Estaba lejos de casa, más o menos como siempre. Vivía con tres cosas —dos pantalones, cuatro camisetas, un par de botas— en el sexto piso de un hotel de cadena, en Colombia. La ventana se había roto porque, al llegar, yo había forcejeado para abrirla y no estaba hecha para eso. Pero detesto los asfixiantes hoteles del siglo XXI: torres de vidrio en las que no hay ventanas o en las que hay pero no se abren. ¿Cómo sobreviven allí los claustrofóbicos, los alérgicos a los ácaros, las mujeres que tienen sofocos por la menopausia? El mismo aire grasoso circulando eternamente a lo largo de ductos habitados por el monstruo triste de la modernidad. Dicen que ahora los hacen así, blindados, para evitar suicidios. No sé de dónde salió esa versión, ni si es cierta, pero a veces imagino una lluvia ácida de suicidas cayendo despacio desde los pisos altos, una percusión de cuerpos entristecidos llevándose con ellos toda su soledad, su hartazgo de los cuartos iguales, de la campanilla de los ascensores, de los platos del
room service —la sempiterna ensalada César, la pasta con salsa boloñesa—, de los carteles de “No molestar”, del olor disimulado de las alfombras mal aspiradas, de los golpecitos tiernos del ama de llaves al caer la tarde preguntando: “¿Desea que le prepare su cuarto para la noche?” (que es un momento en que siempre me da ganas de llorar).
Como sea, mi ventana se había roto. O mejor: yo había roto la ventana. Me gustaba esa anomalía, ese secreto entre ella y yo. A veces la abría por completo y me quedaba respirando la ciudad verde y húmeda, intentando recordar cómo había sido yo cuando aún no era una mujer llena de desazón helada, un sujeto itinerante bajo cielos ajenos.
Un martes, a las cuatro de la tarde, estaba en el cuarto pensando en escribir esta columna —que iba a versar sobre las ventanas y las almohadas de hotel— cuando golpearon la puerta. Con esa perentoriedad impúdica que tienen también los médicos, esta camarera entró sin esperar respuesta, quizá dando por sentado que a esa hora iba a encontrar la habitación vacía. Sin embargo, ahí estaba yo, el huésped extraño mirando por la ventana abierta. Sin saltar. Por un segundo las dos nos quedamos paralizadas. Ella tenía la cara repleta de un acné fuerte, era muy flaca y parecía maléfica. Yo estaba descalza, el pelo atado en la nuca, y supongo que tenía el aspecto fantasmal y desenfocado de quien quiere volver a alguna parte pero no sabe dónde. Ella habló primero. Me preguntó si podía limpiar el cuarto. Le dije que sí. Me senté ante la computadora a pretender que trabajaba, pero ella empezó a hablar de inmediato usando el tono indignado de las personas que se quejan en voz alta incluso cuando están solas. Dijo que no soportaba a su supervisora, que la hacía trabajar más que a sus compañeras, que le asignaba habitaciones en tres pisos distintos, que no le permitía quedarse con las propinas, pero que eso no iba a durar mucho porque ella tenía un novio extranjero y pensaba renunciar pronto. Le pregunté dónde vivía el novio. “Es gringo. Vive en Miami. Nos conocimos hace dos años”, me respondió. Le pregunté si lo visitaba. “No, él dice que es mejor que él venga para acá, que allá todo es muy caro”. Le pregunté si, en dos años, nunca había ido a verlo. Me dijo: “No. Pero él dice que en dos años más me va a llevar, porque van a cambiar las leyes de allá. Ahora es muy difícil”. “¿Y mientras tanto?”, le pregunté. “Mientras tanto, él viene a veces”. Tomó su teléfono y empezó a mostrarme fotos de un hombre que la doblaba en edad. “Este es él. Son fotos que me manda”. En todas estaba solo, siempre en espacios públicos, sin rastros de intimidad. Me resultó evidente que era casado, que no tenía intención de llevarla a ninguna parte, pero le dije que debía ser duro tener un amor a distancia. Me dijo que sí, pero que a veces hablaban por teléfono. “¿A veces?”, le pregunté. “Sí, un par de veces por mes”, dijo, quitando las fundas de las almohadas con rabia y diciendo: “¿Se las cambio? Están sucias”. Asentí y le pregunté: “¿Por qué hablas tan poco con tu novio? Con WhatsApp, con Skype, podrías llamarlo siempre que quisieras”. Me dijo: “No tiene tiempo. Es joyero, trabaja mucho y se enoja si lo interrumpen. Una vez lo llamé sin avisar, se arrechó muchísimo y me colgó”. Después siguió despotricando contra la supervisora, cambió las toallas, echó desodorante de ambiente y, antes de irse, dijo: “En dos años yo estaré viviendo lejos de aquí, se lo prometo. Que tenga feliz tarde”.
Sentí envidia de su convicción, celos de su ceguera, y un desgano absoluto. Por la noche, buscando algo en la web, me topé con una frase de Clarice Lispector: “Lo que es verdaderamente inmoral es haber desistido de uno mismo”. Entonces escribí esta columna y me dormí pensando en eso.