Chile ha tenido tres constituciones de duración prolongada: las de 1833, 1925 y 1980. Comentaré la relación que existió entre ambas instituciones durante la vigencia de cada una de ellas.
La primera respondió al consenso existente en los miembros de la clase dirigente e ideas tradicionales predominantes, las cuales hicieron del Presidente de la República el gran poder del Estado, por sobre los otros poderes y partidos políticos. Estos fueron surgiendo paulatinamente y, en la medida en que las nuevas generaciones de la élite asumieron una conceptualización más republicana, se fueron distanciando del consenso inicial. Así, hubo un cuadro de partidos que postuló una serie de reformas liberales que terminaron por instaurar un sistema parlamentario imperfecto (1891-1924), porque significó el debilitamiento constitucional de la institución de la Presidencia y empoderó sin contrapeso al Congreso, a los partidos políticos.
Por su parte, en medio de una crisis de proporciones, se aprobó y plebiscitó la de 1925, pero que entró a regir en 1932. Restableció el régimen presidencial, quedando el Congreso circunscrito a su labor legislativa y de fiscalización. Mas no se pronunció sobre la existencia de los partidos, los cuales dispusieron de plena libertad para actuar, originando un desequilibrio, porque el proceder del Presidente debía enmarcarse en el dictamen de la Constitución.
Cada mandatario en adelante sostuvo una relación tensa con los partidos adherentes. Sabían que aquel requería de apoyo parlamentario y actuaron colocando por delante sus aspiraciones de cogobierno. A la par, los partidos de la coalición oficialista disputaban el liderazgo para obtener cuotas de poder en la administración y aprobaban leyes sin financiamiento, obligando a los presidentes a transar. Se mantuvo la estabilidad, porque los actores fueron prácticos, no dogmáticos, pero la democracia fue corroyéndose: fraccionamiento partidista y debilitamiento de la autoridad presidencial. Con la excepción de un par de casos, transitorios, todos los presidentes sufrieron la intervención de los partidos en la conducción del gobierno, y cuando el sistema de partidos se ideologizó y dogmatizó (1957 en adelante), la situación conspiró definitivamente contra el régimen. La máxima expresión de cogobierno se concretó con la Unidad Popular.
Tras el golpe de Estado de 1973, se decretó la disolución de todos los partidos y, aunque la Constitución de 1980 reconoció su existencia, ella solo fue efectiva con la ley orgánica promulgada en 1987: teniendo en cuenta la histórica conducta partidista, reguló su funcionamiento, impidiendo los “vicios” y prácticas que menoscababan la autoridad y funciones presidenciales.
Ad portas de un proceso constitucional, hay voces que cuestionan el acendrado presidencialismo chileno, inclinándose por un régimen semiparlamentario. ¿Se entenderá que los partidos deberán ser rigurosamente regulados?