Dicho en simple, “Amanda”, de Mikhaël Hers, tiene su qué. Indudablemente pertenece a ese tipo de cine francés que obtiene su material de la vida cotidiana, de historias que no parecen precisamente heroicas, con personajes de clase media —o media alta—, que no parecen anudados a una agenda política ni a un particular sometimiento social. Es un cine centrado en las relaciones humanas, bastante común en Europa, pero, verano de por medio, una especialidad particularmente francesa. En “Amanda”, el protagonista es David Sorel (Vincent Lacoste), un joven de 24 años, que postergó sus estudios superiores por una carrera en el tenis que finalmente no logró volar. Ahora se dedica a arrendar departamentos para el dueño de un edificio en París a cambio de un pequeño piso para él y, a la vez, colabora con la municipalidad en la poda de arbustos y árboles. En otras palabras, es un hombre sin mayores ambiciones ni más responsabilidades que, de tarde en tarde, cuidar a Amanda (Isaure Multrier), su sobrina, hija de Sandrine (Ophélia Kolb), una madre soltera. Pero la tragedia invade intempestivamente y David debe enfrentarse a la posibilidad de convertirse en padre y, en el fondo, en adulto.
El punto está en que David no se cree capaz de hacerlo. Hay algo irritante y a la vez comprensible en esto. Es comprensible porque David y Sandrine tuvieron su propia historia de abandono; comprensible también porque los 24 años se parecen a los antiguos 16, una edad donde aun parece existir una cierta adolescencia mental, evadida de mayores responsabilidades con la sociedad o el prójimo, suspendida de ambiciones laborales o económicas. El que David se mantenga con trabajillos, mire su teléfono todo el día y circule exclusivamente en bicicleta reitera su carácter inmaduro. Es irritante porque el dilema de hacerse o no responsable por la crianza de su sobrina de siete años en las dramáticas circunstancias que ambos enfrentan, no debiera ser un dilema. Puede ser inesperado, una carga difícil de procesar, pero, vamos, no es una responsabilidad que puede eludirse. “Amanda” podría haberse concentrado en las dificultades de este desafío, en las innumerables vallas prácticas, domésticas y monetarias, en el sinfín de errores que lleva toda paternidad, especialmente una recibida sin decir agua va. Ese relato, ese viaje, hubiera convertido a David en héroe de tomo y lomo, incluso memorable. La idea, por supuesto, no es nueva y tiene dignos antecedentes, entre los que se puede recordar, al menos,“Alicia en las ciudades” (1974), de Wim Wenders, y “Gloria” (1980), de John Cassavetes. Sin embargo, de esto vemos poco. David aparece como joven lleno de encanto y bonhomía, que demora y deriva sobre la carga que ha recibido. Dan ganas de abrazarlo, pero también de cachetearlo. Es, de hecho, la joven pero fuerte Amanda quien, de cierta manera, lo despierta.
Este es el tercer largometraje de Hers y el primero que se estrena en Chile. Por esta muestra, se trata de un director que honra dignamente la vertiente del cine francés a la que se acoge. Se podrá cuestionar la materia recién planteada, pero el mismo hecho de que esta discusión pueda hacerse refleja que se trata de un director que maneja su oficio y pensó hacia donde dirigir su película. Si bien, existen algunos pocos momentos que parecen forzados, casi todo en “Amanda” fluye con naturalidad, y los personajes y sus relaciones se sienten auténticos, posibles, orgánicos, parte de un mundo que podría vivir fuera de la pantalla. No es poca cosa. El cine actual se sentiría más saludable si este tipo de películas fueran la norma y no la excepción.
Amanda
Dirigida por Mikhaël Hers.
Con Vincent Lacoste, Isaure Multrier, Stacy Martin.
Francia, 2018, 107 minutos.
DRAMA