El modelo chileno entró en una grave crisis, en gran medida, a causa de su éxito económico. Sería difícil encontrar en Latinoamérica índices tan significativos en reducción de la pobreza y crecimiento de una nueva clase media; en capacidad empresarial y en aumento de personas con educación superior. Los miles de extranjeros que llegaron a Chile en los últimos años tuvieron muy buenas razones para elegir a nuestro país como destino.
Sin embargo, aquí se cumplió un fenómeno descrito por el politólogo Patrick Deneen: las insuficiencias de un sistema —que tenía mucho de bueno, pero estaba incompleto— destruyeron las condiciones que lo hacían posible. Si hubiera que señalar la pieza que faltaba, ella sería: “comunidad”. No se tomaron las medidas para combatir ese gran enemigo de la política que es el individualismo (al contrario, se lo fomentó); así, dejamos que se disolvieran los vínculos comunitarios, y actualmente vivimos las consecuencias.
Hoy, tanto en la derecha como en la izquierda nos encontramos con seres humanos centrados en sí mismos. ¿Qué nos muestran esas muchedumbres de adolescentes empeñadas en destruir lo que queda del centro de Santiago y de tantos otros lugares? ¿Qué indica el hecho de arrasar con monumentos tan emblemáticos como el del soldado desconocido, uno de los más importantes de la república? Si no hay memoria histórica; si ni siquiera se sabe lo que se está demoliendo; si se destruye lo que parecía ser de todos, es porque antes se ha esfumado el sentido mismo de la patria y cualquier vínculo con aquello que es común: “La patria es un invento”, decía una de las pintadas en Plaza Italia, junto a otras como “No más Estado” y “Roba porfa”.
De ahí que no pueda extrañarnos que, cuando el 18 de octubre pasado tuvimos nuestro propio Pearl Harbor, no se haya producido la respuesta que habríamos esperado. Si a un país le destruyen su metro de manera organizada, si le queman buses, almacenes, tiendas y supermercados, en cualquier parte del mundo se produce una reacción de unidad, más allá del gobierno del momento. Salvo en Chile, donde tuvo lugar un fenómeno inverso y se desataron las fuerzas centrífugas. En algunos casos se justificó el ataque, en otros se lo miró con complacencia y, tanto en la izquierda como en la derecha, muchos sacaron provecho particular de la situación de anomia.
Quedó a la vista que no éramos un país, sino un conjunto de esferas separadas, un conglomerado de mundos individuales que apenas se tocan. Hasta los pequeños puntos que nos convocan a todos, como la selección de fútbol y la Teletón, cayeron víctimas de este terremoto individualista. Incluso la marcha más grande de nuestra historia, si se la mira de cerca, en muchos casos estuvo marcada por el mismo sello individualista: cada uno iba allí a expresar “su” malestar, sin un claro propósito común.
Nuestro logro más notable de los últimos años, haber sacado a millones de chilenos de la pobreza, quedó también lastrado por el individualismo. Mientras esas personas eran pobres y vivían en una población, eran parte de una rica red de protección comunitaria, porque en la pobreza extrema la solidaridad es condición necesaria para mantenerse vivo. Cuando salieron de esa situación precaria y se transformaron en consumidores, pasaron a ocupar otros lugares, entraron a un mundo solitario y ajeno, donde hoy viven como individuos aislados e inseguros, sin el apoyo del tejido social conformado por una iglesia, la familia extendida, un sindicato o un partido político, y sin participar tampoco de la experiencia de vivir en un barrio.
Tuvimos un país exitoso en muchos sentidos, pero en el momento decisivo se mostró como vulnerable.
“Miré los muros de la patria mía/ si un tiempo fuertes, ya desmoronados”, decía Quevedo. Nuestros muros cedieron no solamente porque fueron objeto de una agresión perfectamente planificada y ejecutada por la izquierda radical con una perfección que no parecía nuestra, y donde la presencia del PC es cada vez más notoria. Sucede que faltaba el material que daba cohesión a los ladrillos. Ese elemento ausente se llama “comunidad”.
La tarea que tenemos por delante es enorme. Ella comienza por convencer a los que siguen marchando que su protesta no daña simplemente a Piñera o a los poderosos. En un clima como este, las primeras asfixiadas son las pymes, que están en una situación desesperada, que producirá desempleo e inseguridad. Pero pensar en esos chilenos exige un sentido de comunidad que no tienen. Las señales ya están dadas; hoy no existe justificación para marchar.
Urge apelar al sentido patriótico de los que tienen más, para que se atrevan a invertir de nuevo. Ciertamente las condiciones son difíciles, y lo harán no porque les espere una enorme ganancia, sino más bien por amor a la patria. También hay que tomarse en serio, de una vez por todas, a la familia, cuya disolución hemos pagado a precio de sangre.
Tenemos que poder dar una justificación no individualista del mercado y no paternalista del Estado. En fin, debemos descubrir que ni uno ni otro bastan para conseguir una buena convivencia, porque en este esquema falta un tercer pilar: una sociedad civil muy activa. Sin ella, los chilenos seguiremos dividiéndonos entre los desorientados de izquierda, que esperan del Estado la solución de sus problemas, y los desorientados de derecha, que confían al mercado el destino de sus vidas.