En estos días en que nos dedicamos con renovada pasión a discutir el objetivo y alcances de una Constitución política, es pertinente preguntarse por las consecuencias que esta tiene en nuestras ciudades. Desde luego, vivimos en una inédita era urbana, en que más de la mitad del mundo habita en ciudades, donde se concentran los problemas sociales, medioambientales y políticos más urgentes, de modo que ahora es razonable debatir e incorporar los conceptos de derechos y garantías de la vida urbana en un texto fundamental, cuestión hasta ahora ausente (la palabra “ciudad” no existe en nuestra actual Constitución, por ejemplo).
El concepto de “derecho a la ciudad” no es nuevo: se remonta al ensayo del filósofo francés Henri Lefebvre (1901-1991) publicado en 1968, donde denuncia la crisis de la vida cotidiana en la ciudad occidental y capitalista, convertida en una mera mercancía, con consecuencias perniciosas para el ideal de un bienestar colectivo, equitativo y justo. Hacia 2004, el Programa de Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos (ONU-Habitat) plasmó estos conceptos en la Carta Mundial por el Derecho a la Ciudad, que llama a ofrecer y satisfacer las necesidades ciudadanas de una manera equilibrada, garantizando condiciones de vida dignas, haciendo de la ciudad una propiedad efectiva de sus habitantes. El derecho a la ciudad está pensado sobre todo a partir de las condiciones de vida de las personas más vulnerables, desaventajadas, marginadas, no solo como un principio de convicción ética elemental, que es la solidaridad, sino también para construir sociedades urbanas más sanas y armónicas, con menor riesgo de un descontento tal que pudiese terminar en explosiones incontrolables como la que acabamos de vivir en Chile, país por lo demás ejemplar en materia de desigualdades urbanas.
En lo concreto, los derechos de la ciudad incorporan la no discriminación, la preservación de la memoria e identidad cultural con toda su diversidad; el principio de propiedad colectiva con la participación democrática de la ciudadanía en su gobierno; la garantía de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de sus habitantes, de tal modo que espacios y bienes públicos y privados deban utilizarse priorizando siempre el interés social. Por último, que las ciudades son el ámbito de realización de todos los derechos humanos y las libertades fundamentales, reconociendo una protección especial a grupos y personas en situación vulnerable, con el compromiso solidario de todos los sectores de la sociedad, tanto públicos como privados. Hoy, que como sociedad enfrentamos la extraordinaria oportunidad de debatir los términos políticos y filosóficos del Chile del futuro, no perdamos de vista el futuro de nuestras ciudades.