La mañana del 15 de julio de 1789, horas después del asalto y toma de la Bastilla, el rey Luis XVI preguntó al duque de la Rochefoucauld: “¿Es una revuelta?”. “No, Majestad”, respondió, “es una Gran Revolución”. Y se refería, por cierto, a una distinción fundamental entre uno y otro fenómeno. La historia de Francia estaba plagada de violencia política y rebeliones cortas, por motivos muy específicos que, en definitiva, dejaban el edificio institucional intacto. Simplificando, una revolución, en cambio, ocurre cuando la estructura del Estado ya no puede mantener ni el orden público ni el imperio de la ley, y grupos significativos aspiran a rediseñar los fundamentos mismos del sistema económico, político y social.
Tal vez quien mejor y más temprano comprendió la dimensión única de los sucesos en Francia fue Edmund Burke, político inglés, liberal clásico y considerado también el primer conservador británico. Con mucha anterioridad a la evolución más sangrienta de la época jacobina y del Terror, publicó sus “Reflexiones sobre la revolución en Francia”, el cual, más que un libro propiamente histórico, es el más importante documento antirrevolucionario de la época y una contribución a la teoría política clásica.
Burke intuyó la verdadera naturaleza del fenómeno revolucionario en Francia (“esa cosa extraña, sin nombre, salvaje, entusiasta que existe en el corazón de Europa”) y denunció los excesos predecibles que traería más tarde, en la época jacobina. Rehusaba caer, como tantos, bajo el hechizo revolucionario, a la espera de que Francia estableciera un esquema de libertad sólido y de seguridad legal de las vidas y propiedades de los franceses, de modo que cada ciudadano “pueda decentemente expresar sus sentimientos acerca de los asuntos públicos sin peligro para su vida o seguridad”. Su temor era que, en aras de ideales abstractos de libertad, igualdad y fraternidad, se sacrificaran las libertades concretas de los franceses. Llegó, incluso, a predecir que eventualmente todo terminaría en una guerra civil y una dictadura militar.
Para él, el contrato social no es algo que pueda dejarse sin efecto a gusto de las partes, pues es “una sociedad no solo entre los vivos, sino entre los vivos, los muertos y los que están aún por nacer”, y nadie debe sacrificar a la generación del presente, en aras de un bien eventual para la humanidad del futuro. Por eso, concluye, no son las asambleas constituyentes las llamadas a crear instituciones, pues los gobiernos son generados en el tiempo, por la historia y por la experiencia.
Su temor era que el mismo fanatismo servil que había inspirado el poder arbitrario de los reyes podía albergarse en el “nuevo poder popular”, porque “la mayoría ciudadana es capaz de ejercer la más cruel opresión sobre la minoría”, y la tiranía de la multitud es una tiranía multiplicada y su poder también puede ser despótico.
Creía profundamente en la evolución y la reforma, y estimaba que “un Estado sin los medios para efectuar cambios carece de los medios para su propia conservación”, pero que “en los progresos que introducimos no debemos ser nunca enteramente novedosos y en lo que mantenemos, nunca enteramente obsoletos”. Ello, porque el progreso lento y sostenido, con prudencia y moderación, permite evaluar los logros para iluminar los próximos pasos y así avanzar con seguridad para “compensar, reconciliar, equilibrar”, pues “construir de la nada es como comenzar un negocio sin capital”.
Concluía que un país no puede ser concebido como una carta blanca sobre la que cualquiera puede escribir lo que desee y que “nadie debería osar, sino con la mayor cautela, derrumbar un edificio que ha satisfecho en un grado tolerable por mucho tiempo los propósitos de la sociedad o reconstituirlo sin tener a la vista modelos probadamente útiles”.