El desborde social que estallara en octubre tiene múltiples explicaciones. Indagar en su origen y alcance ayuda a encontrar la manera de encauzar la energía y contener la violencia. Por lo mismo quisiera aportar un grano de arena a la reflexión en curso.
En estos días se ha visto que parte de la población, incluyendo curiosamente a muchos jóvenes, siente el derrocamiento del Presidente Allende como una herida que no se ha reparado. Aparte de lo más horrendo, la violación masiva de los derechos humanos, se le recuerda por haber puesto fin a un tipo de sociedad que se rememora con nostalgia. Chile pasó, de hecho, desde un “modelo europeo”, con un capitalismo volcado hacia adentro, donde el Estado, los partidos políticos y las corporaciones ocupaban un rol central, a un “modelo estadounidense”, con un capitalismo volcado hacia afuera y basado en el mercado, la empresa privada friedmaniana y el esfuerzo individual.
Aunque no todos se acuerden, esa fue una revolución de escala planetaria que se expandió cuando colapsara el contrapeso de la URSS y el comunismo. Bajo una dictadura, aquí alcanzó una pureza de laboratorio. A excepción de los más pobres, la gestión de los logros y fatalidades de la vida quedó entregada a las capacidades de cada individuo en el mercado, mientras el Estado se enfocó a dar soporte a los más vulnerables, a regular suavemente y con poca capacidad de fiscalización, y a promover la inversión y el crecimiento económico.
La Concertación introdujo reformas a ese modelo, a pesar de la resistencia de la derecha y el miedo del empresariado. Digamos que lo “europeizaron”, pero sin modificar sus fundamentos. La fórmula funcionó, como lo prueba el respaldo que le entregó la ciudadanía. Su éxito descansó, sin embargo, en un ingrediente: el crecimiento económico, que permitió a la población dar un salto gigantesco en sus condiciones de vida y en sus expectativas de progreso en los marcos de una sociedad capitalista.
Entre tanto, se fueron erosionando las instituciones que, junto al Estado, se han encargado tradicionalmente de hacernos sentir parte de una comunidad a la que se accede por derecho propio. Los núcleos familiares con ambos padres se volvieron más escasos, así como la disposición de los hijos a hacerse cargo de sus padres ancianos. El sentimiento religioso se contrajo y la Iglesia Católica se desfondó por los abusos. Los partidos políticos se volvieron máquinas electorales y los sindicatos siguieron languideciendo. Las ideas de república y nación fueron cuestionadas por la emergencia de los pueblos originarios. El único mecanismo de protección y coordinación que siguió en pie, a pesar de los escándalos, fue el mercado. Para crear cohesión social, sin embargo, este necesitaba del elixir del crecimiento: sin este sobreviene la frustración y la angustia, multiplicadas ahora por las redes sociales.
Ahora bien, hace ya más de una década que el crecimiento se volvió esquivo. Por esto los electores se volcaron en 2010 a quien pensaron podría recuperarlo: Sebastián Piñera. Las expectativas no fueron satisfechas. La ciudadanía salió a las calles a protestar en 2011 e hizo suya la idea de cambios estructurales que ofreció Michelle Bachelet, quien regresó a La Moneda acompañada del Partido Comunista. Pero su ímpetu reformista estancó el crecimiento e hizo que la clase media sintiera su estatus amenazado. De vuelta otra vez a Piñera, pero ahora la gente señala que las cosas siguen igual o peor. Nuevamente irrumpió la protesta, pero esta vez más masiva, radical y violenta.
Hay momentos en que el
statu quo encierra más peligros que el cambio. Este es uno de ellos. Llevamos una década repitiendo las mismas fórmulas, que se han revelado impotentes para sostener nuestra convivencia. Perdonen lo simple, pero hay que ensayar algo nuevo.