Después de las movilizaciones, y quizás como nunca antes en la historia, la voz de los futbolistas se hizo escuchar a la hora de tomar decisiones, pese a que originalmente ni los dirigentes ni las autoridades los habían considerado para sentarse en la mesa de las negociaciones. Y el Sifup dijo que, pese a las urgencias para volver a echar a andar una industria que mueve a mucha gente y genera millonarias ganancias, lo importante era sumarse esta semana a las reivindicaciones sociales que se han tomado las calles.
Para llegar a esa conclusión citó a los capitanes y a los principales referentes de los clubes, no sin antes puntualizar, nuevamente, que el fútbol siempre cree vivir una singularidad, que les obliga a decir que los privilegiados en la actividad son unos pocos y que el resto debe bregar en precarias condiciones, como si esa no fuera una realidad que se universaliza en países como el nuestro, donde la pirámide es muy marcada.
Hubo acuerdo cupular para reanudar la actividad, “en la medida de lo posible”, para que pudieran respetarse las normas mínimas de la planificación: tener el campeonato cerrado en diciembre, para que los planteles gozaran de descanso y planificaran las vacaciones que tanto costó consagrar como un derecho. Que la mitad de los equipos tengan que preparar copas internacionales es un pie forzado, más aún si la deuda externa de nuestro fútbol crece año a año. Para lograrlo hubo que postergar otras conquistas sindicales, como la prohibición de jugar en horas da calor extremo.
Pero una vez logrado el acuerdo, ha emergido con extraordinaria fuerza el manifiesto de las barras bravas, que llaman a no asistir a los estadios y, más aún, a boicotear la realización de los eventos, sin aportar soluciones ni puentes de entendimiento. Para los que llevamos muchos años en la cobertura del fútbol, el fenómeno del anarquismo encarnado en los grupos violentos que acuden a los estadios no es sorpresa, pero sí lo es la candidez de las autoridades, que jamás han comprendido la profundidad del fenómeno que puso en jaque el sistema, y que hoy se ha ampliado a la expresión radical y vandálica en las calles de una aspiración que es mayoritariamente pacífica.
Al núcleo duro y organizado de las barras bravas jamás les interesó el fútbol en su expresión de juego. Sí como una forma de obtener recursos, poder, viajes y redes con los jugadores y clubes. Se estructuraron en torno a los favores, los recursos, la protección y el amparo de las sociedades anónimas y de un grupo de parlamentarios y políticos que los necesitaron en períodos electorales. Falló la “inteligencia policial” durante más de una década, hasta que comprendimos que nunca hubo inteligencia policial. Y si la hubo era una charada. Y fracasaron todos los cortafuegos que pudieron impedir, hace rato, su desarrollo.
Por eso, ahora que el negocio del fútbol (incluido el Sifup) y el afán de la autoridad para “otorgar un clima de normalidad al país” están puestos a prueba, bien vale recordar lo mucho que allanaron la llegada de este nuevo e incontrolable actor a la mesa de negociaciones.