Uno de los rasgos más notables del momento actual lo constituye el papel de algunos intelectuales, de los académicos.
En sus recuerdos de la revolución de 1848, Tocqueville observó un rasgo que los actuales acontecimientos parecen confirmar. En momentos de revuelta, cuando todo parece que va a cambiar, dice, ellos tienden a aplaudir el gesto grandioso, la conducta exagerada, a subrayar las ilusiones y a emplear un tono cuidadosamente delicado para referirse a la conducta de la muchedumbre, como si temieran enemistarse con ella. El resultado, dice Tocqueville, es que los gestos, las ilusiones (el entusiasmo por el psicodrama, agregó Aron un siglo y medio después) acaban sustituyendo la tranquila consideración de los hechos.
No es muy distinto a lo que ha ocurrido estas semanas.
En efecto, la principal víctima de estos días ha sido la sencilla consideración de los hechos.
Desde luego, se ha repetido una y otra vez, como si se tratara de una verdad indudable que justificara todas las demasías, que la desigualdad en Chile se ha profundizado estos años. Lo dicen algunos académicos y lo repiten, cómo no, entre lágrimas, los matinales. Mientras tanto, los hechos van por otro lado.
La pobreza que a fines de la dictadura alcanzaba casi el 50% hoy está por debajo del 10%. La desigualdad medida por el famoso índice Gini (donde el cero indica igualdad absoluta) disminuyó desde 52,1 el año 1990 a 46,6 hoy (y también disminuyó si se la mide por otros indicadores). Chile es más igualitario que Brasil, México, Colombia o Costa Rica. Y si se corrige por cohortes (es decir, se mide la desigualdad en las generaciones), se llega a la conclusión de que, gracias a la expansión educacional, las más jóvenes (las de los 90) son mucho más iguales que las viejas (la de los 60).
Así entonces, no es verdad que Chile sea de los países más desiguales del mundo. La verdad es que la desigualdad ha disminuido, y lo que hay que explicar (pero a algunos académicos esto no les importa) es por qué la vivencia o la experiencia de la desigualdad se ha incrementado. Es probable que ello sea fruto de la misma mejora en las condiciones de vida (“El yugo, dijo Tocqueville, parece más insoportable cuando es menos pesado”) y de la falta de un sistema de bienestar que distribuya el riesgo de la vejez y la enfermedad. Hay que hacerse cargo de esto con urgencia; pero primero hay que mirar los hechos que lo desatan.
Esa mejoría en el bienestar material de los chilenos ha sido resultado de las últimas décadas y, en especial, de los veinticuatro años de gobiernos de centroizquierda. Ese es un hecho. Aylwin, Frei, Lagos y Bachelet, y sus abundantes ministros, embajadores, asesores, contribuyeron a ello. Pero los mismos intelectuales que fungieron de funcionarios de esos gobiernos —y que no dijeron palabra mientras ayudaban a que lo que hoy llaman neoliberalismo se construyera— ahora descubren que todo eso, nada menos que dos décadas y media de gobiernos, fue un gigantesco error, un error moral que pareciera justificar las demasías de estos días.
Esas demasías, por otra parte, lastiman a los más pobres y envilecen los barrios de los grupos medios. Pero en vez de reconocer, frente a esa realidad, que el Estado debe monopolizar la fuerza legítima —legítima, porque acepta el coto vedado de los derechos humanos y se subordina al poder civil—, muchos de ellos han dejado que se atribuya a esos violentos actos callejeros la dignidad de un reclamo constitucional. Y recordar la función más básica del Estado es hoy —el mundo al revés— justificar la violencia y la violación de derechos.
Y describir la anomia generacional, que dispone a algunos jóvenes a los peores excesos (basta mirar las noticias para confirmar que es un hecho), equivaldría a una provocación o un insulto.
Y a la hora de señalar caminos para resolver la crisis, en vez de subrayar la función de las instituciones y el valor de la democracia (que consiste en permitir la competencia pacífica en base a normas) sugieren (imaginándose, sin duda, como miembros de una constituyente) que la salida consiste en restarles lealtad a las reglas hoy existentes retrocediendo a un punto cero donde todo podría reescribirse, sin advertir que ello significa sacrificar los resultados del reciente juego democrático. El principio de realidad, que es el negocio de los intelectuales (la frase parafrasea una de Kant) queda así abandonado sin más. Solo falta que ahora alguno esgrima la opinión del administrador apostólico de Santiago, la última declaración del CRUCh, o el punto de vista de Mario Desbordes, como una justificación para el fervor de la hora.
Era lo único que faltaba.
La tarea intelectual que consiste en mirar los hechos e intentar conducirlos mediante la razón principia así a abandonarse. Es como si la imitación vulgar de un asalto al cielo que se ha visto estos días los fascinara y acabara adormilándolos, produciendo en ellos un efecto opiáceo en virtud del cual los hechos dejan de tener toda importancia.