¿Se trata de una explosión que revela profundas grietas sociales, culturales y hasta patologías de la psiquis colectiva, producto de una aberración en la historia de las últimas décadas? O bien, ¿podría ser que de tiempo en tiempo se actualiza un ansia irresistible —que a todos nos acecha— de romper las vitrinas, de hacer trizas platos y copas de cristal, de rebelarnos violentamente por una frustración o dejándose arrastrar por el principio del placer, más allá de la justicia o no, conveniencia o no de la causa, asociados a reventones o corcoveos a los que la naturaleza humana es propensa?
Son estrépitos en la historia, pocas veces por real desesperación; en general, porque un suceso adjunto —guerra, catástrofe natural, “evento” deportivo, colapso de autoridad— da la ocasión para que este impulso se libere de las sublimaciones que posibilitan la civilización, aunque a veces las percibamos como un cepo. Y aprovechamos esos momentos en que todo está permitido para dar rienda suelta a los estragos.
Se suponía que la democracia moderna —vinculada al desarrollo— manejaría estas frustraciones. En efecto, se pueden aminorar, pero en otro nivel, donde surgen nuevos factores de ansiedad y de sensación o realidad de fallos sociales. ¿Hay que desarmar piedra por piedra todo el edificio? O, mejor, como me inclino a pensar, ¿considerar a la sociedad humana como interminable tarea de forma y reforma sin que varíe en sus fundamentos?
Si miramos el último medio siglo, las rebeliones urbanas pertenecen al paisaje político. No solo el emblemático Mayo del 68; las rebeliones de los 1960 en las grandes ciudades de EE.UU., como Chicago, Nueva York, Detroit, Atlanta, Los Angeles, que sumaron centenares de muertes y nubes negras que oscurecían más que el eclipse de julio pasado. Y no hay que ir tan atrás. En 1992 nuevamente un estallido en Los Angeles dejó 63 muertos por disparos de la Guardia Nacional y de francotiradores de los alzados (una población demasiado armada); Londres y otras ciudades inglesas, en agosto de 2011, por varios días se convirtieron en invivibles (5 muertes), y la justicia razonable para los violentistas fue ejemplar; y una larga lista. En América Latina son famosos el Bogotazo (1948) y el Caracazo (1989).
¿Cómo justipreciar esta rebelión, ciega como tantas y cargada de demandas? Primero, hay que desechar la idea de una conspiración, recurrencia tentadora llegado el caso en la izquierda y en la derecha; sí con autoorganización estratégica al instante (metro y supermercados). Tampoco es una revuelta de los desesperados. Simplemente suceden de cuando en vez, aunque pueden tener desenlaces terribles, de efectos duraderos. Afectan más a gobiernos de derecha que a los de izquierda, tanto porque los primeros tienen menos experiencia política como porque las izquierdas (una parte de ellas) tienen una base que es más fácil de movilizar y se hace notar. Segundo, si se aceptan las demandas que emergen desde el momento, se desmorona una de las bases de la posibilidad del desarrollo en Chile, en que en las últimas décadas se acostumbró a un balance realista entre gastos e ingresos. Tercero, en derecha e izquierda —las dos llevan velas en el entierro, por la devaluación de la política y de los políticos— se debilitó un mensaje que hacía comprensible el contradictorio resultado de los logros económicos, sin perder el horizonte del interés común que sea visible para una mayoría. Ni el lenguaje desnudamente técnico cargado de advertising ni las consignas ideológicas densas de emotividad construida pueden sustituir una comprensión madura y sensible de posibilidades y peligros.