“El panorama económico global se ha puesto crecientemente frágil e incierto. El crecimiento mundial se proyecta ahora en 2,9% en 2019 y 3% en 2020, las tasas de expansión más débiles desde la crisis financiera; y los riesgos a la baja siguen aumentando”. Así comienza el resumen del último “Interim Economic Outlook” de la OCDE, lanzado hace menos de un mes. Sin duda que es un escenario nada alentador. Ante esto, la mayoría de los bancos centrales del mundo ya han puesto en marcha reducciones en sus tasas de interés de política monetaria (desde niveles muy reducidos) y comenzado en algunos casos a implementar compras de bonos (QE, por “quantitative easying”). Algunos países, entre ellos Reino Unido y Corea, han anunciado que recurrirán además a recortes de impuestos y/o a aumentos de gasto público.
Sin embargo, la actual es una desaceleración atípica. Primero porque se da en un contexto de virtual pleno empleo, particularmente en EE.UU., Japón y varios países de Europa. Los salarios, por su parte, están creciendo, aunque no a un ritmo frenético. Y segundo, porque no viene antecedida de una expansión económica muy notoria ni menos de un período de alta inflación y tasas de interés elevadas, como solía ser en el pasado. ¿En qué se manifiesta entonces? En un crecimiento del PIB mundial algo inferior a lo que se estima su potencial (3 a 3,5% anual), en una baja confianza de inversionistas y consumidores (no tan así en EE.UU., sin embargo), un escuálido crecimiento del crédito y una caída en el comercio internacional. Esta última se asocia a las crecientes tensiones comerciales, particularmente entre China y EE.UU., que han tenido, más allá del efecto de tarifas más elevadas sobre los flujos de exportaciones e importaciones, un impacto no menor en el clima de negocios global al no existir una mínima certeza de hacia dónde en definitiva conducen estas escaramuzas. La OCDE estima que el efecto en el PIB mundial de la guerra comercial China-EE.UU. costaría un 0,6% del PIB mundial hacia 2021-22, en tanto a la misma fecha la inversión corporativa sería 2,5% menor en EE.UU., 2,2% en Europa y 2,8% en China. Es posible que estos números sean menos malos luego del positivo anuncio del viernes pasado de un preacuerdo entre ambos países, pero falta todavía mucho paño que cortar.
De cualquier modo, es correcto preguntarse si, más allá de los efectos contractivos de las tensiones comerciales, la moderación en el crecimiento económico mundial no será un fenómeno más de tendencia o estructural que uno puramente cíclico. En efecto, los países de la OCDE, que concentran hoy un 40% del PIB mundial, muestran una clara tendencia decreciente de su crecimiento potencial, desde cifras en torno a 3,5% en los 70, a otras inferiores a 2% en la actualidad. El crecimiento tendencial al nivel del mundo exhibe una trayectoria al alza, en cambio, pero solo hasta comienzos de la década pasada, gracias al aporte de la enorme expansión de la economía china. Este “soporte chino” estaría llegando a su fin: si en 2010 1,6 puntos porcentuales del 3,6% de crecimiento potencial de la economía mundial lo explicaba China, en 2025 ese aporte solo será de 1 punto porcentual, y en 2035 habrá disminuido a 0,7 puntos porcentuales (OCDE). Aunque India ha ido asumiendo un mayor peso en la economía mundial, su aporte al crecimiento global no se prevé que sustituya lo que fue la contribución china hasta ahora, por lo que el crecimiento potencial de la economía mundial se estima se habrá reducido a 2,5% en 2035.
Bajo esta simple contabilidad agregada subyacen una serie de fenómenos que han ido mermando la capacidad de crecer, primero en los países desarrollados y a continuación en las economías emergentes. Uno de ellos es el envejecimiento de la población y la gradual reducción del aporte de la fuerza de trabajo activa al crecimiento de la economía (que, dicho sea de paso, es una razón importante de por qué la economía china tenderá a “japonizarse” en poco más de una década). Otro fenómeno es la lenta adaptación del capital humano a las nuevas tecnologías y, en términos más generales, una productividad del trabajo que viene de baja. Regulaciones crecientes que restringen el ámbito de los negocios y la innovación, al tiempo que no fomentan adecuadamente la competencia, son también factores que se citan para explicar la tendencia decreciente del crecimiento mundial. En años recientes se ha agregado un cuestionamiento a la globalización de la producción, tal vez por los efectos negativos que se le atribuyen (incorrectamente) en la distribución del ingreso al interior de los países más desarrollados. Los movimientos nacionalistas populistas que han surgido parecen preferir lo que The Economist llamó “slowbalisation”, que descarta las cadenas de valor globalizadas, privilegia la producción nacional y descarta el multilateralismo, a cambio de acuerdos regionales y binacionales. Finalmente, la cada vez más clara conciencia de los dramáticos efectos del cambio climático hace prever nuevas regulaciones y mayores necesidades de recursos para mitigación y adaptación que, al restarse de otras actividades, pudiera acarrear un menor crecimiento (al menos como éste se mide actualmente).
Con todo, no podemos resignarnos sin más a un crecimiento reducido, considerando que en muchas áreas del mundo, Chile incluido, se necesita disminuir radicalmente la pobreza y alcanzar mayores niveles de desarrollo. Por ejemplo, para enfrentar el desafío del envejecimiento desde la perspectiva del crecimiento es fundamental promover que las personas se queden más años en la fuerza de trabajo (si así lo desean) y que sigan contribuyendo a la producción de bienes y servicios. Claramente se requiere un mucho mayor – y mejor – esfuerzo en capacitación (para los adultos) y educación (para los jóvenes) de modo de asimilar bien los vertiginosos avances tecnológicos. Hay una batería de reformas que propone la OCDE para mejorar la competencia en los mercados, disminuir trabas burocráticas innecesarias y conseguir un ambiente de negocios más favorable a la innovación que los países suelen esquivar por razones coyunturales. Es imprescindible también revitalizar el comercio internacional sobre la base de reglas que sean aceptables para todos, empujar una nueva narrativa favorable a la globalización y compensar adecuadamente a sus eventuales afectados (o perdedores). Por último, debemos poner los incentivos correctos para que los avances tecnológicos, como la Inteligencia Artificial por ejemplo, sirvan al propósito de mitigar las causas del cambio climático y facilitar la adaptación de la especie humana a este fenómeno.
Y en el corto plazo, la recomendación de la OCDE para confrontar la desaceleración en marcha parece razonable: aumentar la inversión pública en infraestructura (sea que se financie con fondos estatales o privados) con el doble objetivo de estimular la demanda interna y mejorar el potencial de crecimiento. Esta recomendación está muy en línea con el programa de “aceleración económica” que está llevando a cabo el gobierno del Presidente Piñera.