Tienden a creer en la Universidad de Chile que lo que les pasa está asociado con la mala suerte. Lo dicen, lo repiten, lo eternizan en cada explicación, en cada entrevista, en cada conferencia. “No lo merecíamos”, “merecimos más”, “no pudimos aprovechar”, “no supimos aprovechar”, “fuimos más y no se notó”…
De eso se trata siempre.
En la furiosa rebelión de Kudelka, en la lastimera e irreal reflexión de Arias, en la inexperta y entusiasta búsqueda de Caputto siempre hubo un lugar común, un punto de concordancia que ha sido creer que la U siempre cosechó menos de lo que —otra vez— merecía. Vale la redundancia, pero tras la humillante derrota en el clásico (humillante por cómo se consumó y por los festejos asociados del tradicional adversario) la disculpa del entrenador fue que “no merecimos perder”.
El día en que se escriba la historia de esta temporada azul, siempre habrá espacio para el descreimiento. Para sospechar que todo fue inmerecido, que no debió pasar, que no tenía por qué ocurrir. Y eso nace de una realidad: este plantel no se construyó para pasar zozobras. Fue ideado para comenzar un proceso internacional, para desde la renovación iniciar la gesta que coronara el sueño continental, tras correr y arrebatar a los mejores jugadores jóvenes de la plaza, además de los goleadores más connotados.
Cuando hay que buscar las razones de cada derrota o empate en este torneo, el detalle siempre prima. Es un equipo que se conjuga en condicional. Siempre. Si Torres hubiese hecho esos goles; si Johnny no se hubiera equivocado; si Aveldaño llegaba al cruce; si Rodríguez cerraba la banda; si De Paul no la tiraba al córner en el último minuto; si Caputto acertaba con el cambio en el momento preciso... así se escribieron todos los grandes fracasos de la historia: en condicional.
En la U hubo un proceso. Errado, equivocado, pero lo hubo. La inversión no miente. Y la cantidad de recursos destinados a materializar ese camino, tampoco.
Sin embargo, no debe existir en el mundo una institución en la que se hayan cometido errores tan disparatados. Y en tan poco tiempo. Desde que dejaron ir graciosamente a Sampaoli a la selección —ansiosos de liberarse de sus defectos más que de potenciar sus virtudes— hasta el inverosímil y tormentoso tránsito que validó la apuesta de Caputto, todo en la U ha sido un episodio tragicómico que pavimentó el camino hacia la crisis por la que atraviesa.
Las soluciones son difíciles, como siempre en este oficio sin verdades que es el fútbol. Pero todo indica que las inseguridades propias del momento no se corrigen solo con una victoria, “sin importar el cómo se juegue”. Hasta la desaparición de la escena pública de su dueño, Carlos Heller, en plena caída libre, parece una metáfora ahora.
La del sábado fue una derrota dolorosa por muchas razones. Por la burla, por la impotencia, por el estado de las cosas, por el guión dramático. Pero no se puede decir que no sea merecida, porque las ganas, la energía y la motivación siempre parecieron más fuerte en la vereda del frente. Porque luchar, creer y buscar es lo mínimo exigible para un club con tanta historia. Las cosas no se merecen, se ganan. Y eso vale para todos los que están en la pelea, ninguno dispuesto a regalar nada.