Una mala política puede ser más dañina que la sequía, que el calentamiento global y que el peor de los terremotos. La mala política también termina matando gente, empobreciendo economías, agriando las vidas privadas y hasta creando crisis humanitarias y migraciones, tal como vemos en otros países y vivimos no hace tanto por estos lados.
La mala política siempre pasa por la transgresión, precedida habitualmente por el desprecio de las normas constitucionales que la regulan y por la falta de respeto hacia quienes piensan distinto. Rara vez ocurre de golpe; típicamente crece como las bolas de nieve. Chile no está en una escalada desatada, pero tampoco fuera de riesgo.
En la acusación constitucional recién rechazada, un colega mío informó a la comisión de la Cámara que, en su opinión, Chile sufría una “mutación constitucional”, en virtud de la cual era plausible que un ministro fuera destituido si perdía la confianza de la mayoría parlamentaria. Estupefacto, respondí que las “mutaciones constitucionales” de esa envergadura merecen el nombre de infracciones constitucionales recurrentes, para luego recordar que la más significativa de esas mutaciones o cambios institucionales vía su infracción que registra nuestra historia ocurrió en 1891. Cobró en sangre lo que suelen cobrar esas “mutaciones”, y provocó el cambio que de nuevo estuvo ahora en juego: Por los siguientes 35 años, los ministros fueron destituidos cuando perdieron la confianza del Parlamento; pero como el sistema tampoco funcionaba como parlamentario, la “mutación” transformó al gobierno en una especie de caballo con patas de chancho. Como un animal así no anda, la política se puso mala. Terminó con ruido de sables y volver a enderezarla tomó años en que se sucedían gobiernos de facto. Así ocurre con las “mutaciones constitucionales”.
Luego de haber estudiado la acusación contra la ministra Cubillos, me convencí de que el texto acreditaba que la acusada exhibía una vehemente y ruda oposición a las reformas educacionales ya aprobadas; que el ministerio a su cargo no había puesto el celo que, en su implementación, habría puesto un ministro que adhiriera a ellas y que sus formas de propaganda política vulneraban las reglas de respeto y buena educación. Pero la Constitución dice que se debe demostrar infracciones personales a la ley o a la Constitución y esas, la acusación no las acreditaba. Siempre habrá margen político para apreciar la gravedad de las infracciones, pero destituir a una ministra sin que ellas existan es una “mutación constitucional”.
Admiro a Pepe Auth, a Matías Walker y a los demás que, habiendo llegado a igual conclusión, tuvieron el coraje de arriesgar el encono de los intolerantes de sus tribus y deteriorar sus chances electorales por fidelidad a sus convicciones. Mi admiración también a Patricio Walker, quien lo hizo antes y lo recordó ahora, y a Jorge Burgos, que tuvo la valentía de reconocer que fue su error acusar a Beyer sin estar convencido de que había violado la Constitución o las leyes.
Yo mismo defendí antes al ministro de Salud y a ministros de la Corte Suprema cuando, acusados por los de mi sector, me convencí que no habían infringido la Constitución o abandonado sus deberes. Ahora lo hizo Francisco Cox, otro que vota a la centroizquierda. Claro, habemos algunos en este lado dispuestos a oponernos a “mutaciones constitucionales” que no traerían sino desgracia, aun a sabiendas que nos acusarán de traidores.
Se equivoca quien crea que, porque van tres acusaciones constitucionales rechazadas en los últimos 15 meses, Chile no mutará a un régimen presidencial con ministros dependientes del Congreso o a algún otro mamarracho institucional análogo. La mutación tiene dos precedentes en los cuales apoyarse y así transformarse en recurrente, pues ni la exministra Provoste ni Beyer habían infringido tampoco la Constitución o las leyes. Esta “mutación” que está entre que ocurre y no ocurre la empezó la derecha. Si aún habemos unos pocos en la centroizquierda dispuestos a no seguirla, no creo la derecha debiera darlo por descontado. En mi caso, al menos, persistiré en esta ingrata tarea, pero con una condición: que líderes importantes de la derecha y de su estrategia de desalojo de entonces reconozcan que cometieron un error y una injusticia al destituir a Yasna Provoste. No me pidan que siga cruzando las líneas si no asumen la responsabilidad de haber incurrido en la primera transgresión constitucional que nos amenaza. Hasta la paciencia se agota cuando la horada la soberbia.