No tengo recuerdos recientes de una protagonista que invierta tanta energía en marcar distancias, en empujar y alejar al espectador como hace Ema, protagonista del largometraje homónimo de Pablo Larraín.
La suya es una labor emprendida a conciencia, ejecutada diálogo por diálogo, escena tras escena; visualizada a través de durísimos primeros planos y sofisticados movimientos de cámara, en los que tanto el realizador como su actriz principal (Mariana di Girolamo) establecen un abierto pacto contra quien cuestione los avatares de esta veinteañera, bailarina de danza moderna e integrante de una
trouppé de reguetón callejero en Valparaíso, y que parte el filme admitiendo algo tremendo: acaba de devolver al Sename al hijo que adoptó junto a su marido coreógrafo (Gael García Bernal), después de que el chico intentara prender fuego a la casa y quemando en el proceso a su tía. La secuencia abarca los primeros 15 minutos de la cinta y está ejecutada con una intensidad que bordea lo magistral, a medida que la rabia de Ema, el estupor de su pareja y los movimientos de su compañía de baile (que se presenta con una inmensa retroproyección del Sol en plena ebullición, como telón de fondo), colisionan y se trenzan, se integran en un único impulso que engloba pasado y presente, al ritmo de
beats creados especialmente para la producción por Nicolás Jaar.
La energía liberada durante esta apertura es inmensa, furiosa y solar; pero —en la medida que no establece mínimos puentes tendidos entre espectador y protagonista— una vez que explota y se consume, ese fuego narrativo solo vuelve a encenderse a espasmos. No es que la película fracase a la hora de invocar empatía por Ema; más bien al contrario: intenta por todos los medios liberarla de ese trance. Dejarla libre de toda convención melodramática y de una eventual complicidad con el público; libre, incluso, de los designios del propio director. Cocinando durante largos pasajes del filme, un plan que solo ella conoce en sus detalles y en su improvisación, Ema básicamente se manda sola; acierta, yerra, seduce y genera rechazo por sí misma, pero a costa de dejar huérfana a la propia película y sus elementos. Esposo, amantes, hijo, ciudad, las parrafadas de Guillermo Calderón (quien oficia de coguionista) y hasta la banda sonora, naufragan en medio de viñetas, de esqueletos de escenas que brillan y luego se deshilachan antes de conseguir integrarse al todo.
Larraín había intentado algo similar, pero con resultados mucho más inspirados, en “Jackie” (2016), su cinta acerca del duelo vivido por Jacqueline Kennedy tras el asesinato de JFK y que se desenvolvía en clave de poema sinfónico donde los numerosos elementos biográficos iban superponiéndose sin esfuerzo, casi como motivos musicales. Es posible que esa dirección —un camino totalmente nuevo y apasionante para el cineasta— sea lo que “Ema” apuesta por profundizar; pero llama la atención que, en una obra donde la dimensión sonora se supone central, las secuencias musicales (que incluyen una fascinante pieza ejecutada por chinchineros, al interior de una bodega del Muelle Barón) vayan quedando paulatinamente relegadas y escondidas al interior del complot/rebelión emprendido por Ema, para acabar insólitamente encajonadas hacia el final en un montaje de
street dance editado con estética de videoclip. ¿No debería haber sido al revés? ¿No se suponía Ema y su banda —sus rostros y sus cuerpos, su discurso y su anarquía— se plantarían al centro de la pantalla para devorarse al mundo, nos gustara o no?
En último término, la contradicción que devora a la película va más allá de apoyar o rechazar la cruzada de su antiheroína: la cámara que la sigue nunca acaba por decidirse y enfrentar su humanidad al completo. Sin concesiones. No basta con filmar a Ema de cerca, pero —al mismo tiempo— mantenerla lejos.
Ema
Dirección de Pablo Larraín.
Con Mariana di Girolamo y Gael García Bernal.
Chile, 2019, 102 minutos.