“Hay que bajar a los poetas del Olimpo”, sentenció Nicanor Parra hace varias décadas, remeciendo a la poesía chilena. En su caso y en el de su poesía, ese descenso consistió, fundamentalmente, en escribir una poesía más coloquial, menos solemne, una “anti-poesía” que permitió a muchos lectores reencontrarse con la palabra de los poetas. El descenso de los poetas del Olimpo fue tan radical como la expulsión de los poetas de la República, decretada por Platón en el libro X de “La República”. Dos “paradas de carro” que les han hecho bien —a la larga— a los poetas, a veces demasiado henchidos de sí mismos (como la rana de la fábula de Esopo). Pero faltaba otra dimensión de ese “descenso”, un gesto más allá de un cambio estilístico o temático: el que los poetas salieran de sus cómodos encierros (o “covachas”) a encontrarse con sus prójimos y llevar la poesía como quien lleva pan o agua fresca a los otros. Un “abajamiento” a ras de tierra.
Jorge Teillier decía que la poesía es “un respirar en paz/ para que los demás respiren”. Una de las más bellas definiciones de poesía que he leído. “El canto de todos que es mi propio canto”, afirmó Violeta Parra. Floridor Pérez, poeta nacido en Yates, Cochamó, y fallecido este fin de semana, es tal vez el poeta que más encarnó esa hermosa utopía, que aleja a la poesía de la peligrosa tentación del narcisismo y de la lucha por el poder, y la acerca a la comunión y al encuentro, humanizándola. Porque la poesía no está libre de los riesgos del ego y los poetas no deben olvidar que la poesía es un don que les fue regalado para ser devuelto a sus pares. Lo dijo Hölderlin: “El poeta avanza con la frente descubierta ante las tempestades del Dios/ para recibir el rayo celeste/ y devolvérselo al pueblo convertido en canción”.
Floridor Pérez hablaba de “Poesía Compartida”. Él mismo, con su vida y obra, fue un ejemplo de cómo la alegría mayor del poeta es cuando su poema lo lee y lo entiende la hija de la lavandera (como lo pidiera el Dante), cuando lo recitan a coro los niños en la escuela, y con gozo, no por obligación ni como tarea. Profesor normalista de escuelita de provincia con el vidrio roto y sin campana (eso era un lujo), Floridor Pérez, como muchos de su generación, fue hijo del rigor y la austeridad. Eso tal vez lo llevó a escribir una poesía muy depurada, con economía de medios, poesía con los pies en la tierra. “La tierra ensucia las manos/ pero limpia al hombre”, dijo en este brevísimo poema, “Tierra”. Y en “Campesinos” afirma: “Los orgullosos campesinos/ solo se inclinan/ ante la tierra”.
Floridor Pérez se inclinó ante los seres humanos comunes y corrientes de Chile: solo a ellos les rindió pleitesía. Nunca el poder le hizo mella, ni siquiera en esos infaustos días en que la dictadura militar lo tuvo como prisionero. Sus “Cartas de prisionero” nos muestran que, para derrotar el abuso y la tiranía, no son necesarios ni el resentimiento ni el rencor destructivo, tan en boga en estos días. “El humor y la ternura son mis armas indestructibles”, me confesó en una conversación.
Floridor Pérez andaba siempre con una goma gigante en su maletín de profe: esa era su arma, su instrumento de trabajo más importante. Y la mostraba con una risa campechana, cazurra, diciendo: “los maestros que lo son en escritura, lo son también en borrar, algún día escribiré un libro que se llamará ‘la escritura como arte de borrar'”. La corrección, colocada al mismo nivel que la creación, requiere paciencia, humildad. Corrección y sobre todo autocorrección en la vida y la obra: eso es solo para poetas que también son sabios. Floridor Pérez nos recuerda que el mito del poeta no es el de Narciso, sino el de Orfeo, con su lira, sacando a la amada y a los suyos de la muerte. Floridor Pérez, Flautista de Hamelín (o de Cochamó, habría que decir), se aleja con su goma gigante, seguido por muchos niños lectores y lectores niños, guiándonos en el regreso al País de la Infancia, la patria del verdadero poeta.