En los próximos días se cumplen 70 años de la fundación de la República Popular de China. El triunfo del comunismo en el Estado más antiguo y de población más numerosa del mundo fue un hecho estremecedor; parecía presagiar el triunfo ineluctable del comunismo en el mundo. En los hechos, fue un capítulo más de cómo China asumió la modernidad. Sus rostros políticos más acusados fueron el nacionalismo y el comunismo, y la larga guerra civil entre ambos hasta el triunfo del segundo en 1949. Estuvo encarnado en las figuras de Chiang Kai-shek y Mao Zedong respectivamente; el último sería la mano ejecutora que configuró la primera parte del régimen hasta su muerte, en 1976. Salvo genocidios y amenazas de que no le importaban las guerras nucleares, poco sucedió en modernización o de asomo de justicia en el país. En las últimas décadas ha habido una ola de nostalgia por la República, la China entre la caída del último emperador (1912) y el fin del gobierno de Chiang, quien a la postre dejó encaminado un formidable proceso de modernización en Taiwán, que después de él condujo a una democratización, mostrando que la civilización confuciana no es antitética a valores liberales.
Fue Deng, a su vez el encargado por Mao de acometer en El Gran Salto Adelante, en 1958, que costó decenas de millones de muertos (según cifras de la misma China de hoy), el que lideró la verdadera modernización y doctrina de la China post-Mao, de liberalización económica; liberalización política muy limitada aunque efectiva, todo ello en el horizonte de un nacionalismo que, como todos, insiste en un “camino chino” distinto al de los demás países. Pero todo aquel que sepa algo de regímenes políticos, reconocerá un autoritarismo nacionalista y conservador; sus rasgos dictatoriales se han acusado con Xi Jinping, pero no han cambiado en lo esencial el carácter fundamental del sistema.
Y la paradoja es que la China actual representa más a Chiang que a Mao, salvo el que se sigan coreando el nombre, ideas o consignas de este último. Ha sido el triunfo póstumo de los derrotados en 1949. Cruel sarcasmo. Uno se pregunta frente a tanta violencia en el siglo XX, tanta víctima, sufrimiento, crueldad, ¿para qué? No se va a eliminar el conflicto de la historia humana, pero el creciente clamor de los últimos siglos puede ayudar a diluirlos hasta donde se pueda.
Existe la tendencia a que los países que experimentan un cambio acelerado de crecimiento de poder real (economía, seguridad, prestancia como portavoz de lo nuevo) desarrollen un papel de disrupción en la vida internacional. Un caso muy citado —y exagerado por sus rivales— fue el de la Alemania imperial después de la unificación de 1871. Es lo que se teme de China para el futuro inmediato, se materialice o no. Está ocurriendo un cambio entre la China de bajo perfil hasta hace poco, y que ahora transita a un papel revisionista en el mundo. Las intervenciones del embajador Xu Bu en nuestro medio, transfigurado en un procónsul, enviado que se arroga autoridad sobre lo que se hace y no se hace en Chile (Pompeo no lo hace mal en este sentido), son la punta del iceberg de un fenómeno en la escena internacional.
Nada de ello quita que en la China post-Mao cada ciudadano chino esté más seguro en lo político y en lo material que en cualquier otro momento desde el 1900. También, que el prodigioso desarrollo económico chino no se debe a pura trampa ni solo al traspaso forzado de tecnología, sino que se liberó una energía económica antes encadenada, aunque ello no implique una receta válida para todo pueblo. En cualquier caso, no cabe duda de que se trata de un fenómeno con el que nos tenemos que ver, pensar y en parte absorber.