La corrupción política —un azote universal, que atraviesa historia y geografía— ha estado en el centro del más reciente cine español: “Animales sin collar” se inscribe en esta valiosa tendencia, desde una perspectiva no del todo explorada.
Estudiosos del tema explican la trenza de los sistemas cooptados por este flagelo por la calidad de irresistible propia del talismán del poder y el bajo costo que tiene la corrupción en los sistemas jurídico políticos de muchos países.
En su primer largometraje, Jota Linares (Cádiz, 1982) instala otra opción, en la que se mezclan la seducción del poder y el chantaje, que tensa todo el filme desde la perspectiva de su verdadera protagonista, Nora (Natalia de Molina).
Una confusa secuencia en la que se oyen voces agitadas —en medio de lo que parece haber sido una noche de playa y excesos, y que termina con un cuerpo depositado a toda prisa en la entrada de un hospital— da la partida al filme, en una suerte de prólogo.
Seis años después, en una bonita casona de campo en reparaciones en Andalucía, están instalados una joven y feliz pareja: Abel (Daniel Grao) y Nora. Él está a punto de ser nombrado presidente de la Junta de Andalucía. Es la persona perfecta para emplazar a un sistema político podrido: su hoja de vida es intachable, como para ser el adalid anticorrupción. La épica personal también lo acompaña: de extracción humilde, su madre fue sirvienta de la familia de su otrora compañero de juegos, Víctor Alarcón (Ignacio Mateos), quien vive encerrado en lo que fuere alguna vez una casa señorial, hoy cubierta de bruma y polvo, con la reja rayada de repudios, luego que su padre terminara en prisión tras un gigantesco escándalo. En su interior circula como un espectro la madre, a quien Víctor se dedica a cuidar.
El destino brutal quiso que los papeles se invirtiesen. Ahora Abel, recordando su infancia, da su testimonio con propiedad y convicción: “La vergüenza y la desigualdad son problemas de las casas sin dinero”. Su futuro es brillante, como fue el pasado de Víctor, hoy una sombra, un hombre humillado, manchado, despojado de toda dignidad, sumido en el alcohol y el rencor.
Aunque Alarcón aún conserva un puesto en el poder, Abel lo despojará de él, cumpliendo con sus promesas a sus votantes.
Pero Nora —la diligente compañera y dueña de casa— lidia sola con un secreto que inunda de tensión este
thriller que se descubre de a poco al espectador.
Con excepción de aquel prólogo del comienzo, que nos remite al pasado, todo transcurre entre un jueves y un domingo, el día señalado para que Abel sea oficialmente ungido.
Félix (Borja Luna), fotógrafo y periodista, y antiguo amigo, llega a la soleada casona ubicada en las afueras de la ciudad para hacer un reportaje a la promisoria figura y a la feliz pareja.
Inesperadamente, también aparece otra figura del pasado: Virginia (Natalia Mateo). Alguna vez aspirante a actriz, la mujer muestra los estragos de la decadencia a niveles miserables.
Pese a la firme oposición de Abel, que no comprende el porqué, Nora acoge a Virginia en la casa.
Aunque Linares parece querer acercarnos su protagonista a otra Nora, la de Ibsen, en esta joven bella, que con dificultad oculta su permanente tensión, no hay solo una dueña de casa sumisa a punto de rebelarse. En realidad ella es una mujer a la que también la seduce el poder que le proporciona su pareja: lo que se debate en su interior es hasta dónde le es posible manejar los hilos y ocultar los fantasmas que hay en el sótano y a qué costo personal. Y luego enfrentarse a otra verdad más grande: ¿Es para su beneficio?, ¿o en este juego sucio no hay amor que valga?
Tenso y contenido, como su protagonista, este
thriller de suspenso atrapa en atmósferas, silencios y parajes elocuentes, para interpelarnos sobre moral pública y privada, y terminar sorprendiéndonos con giros sutiles pero rotundos. Porque el pasado siempre aflora.
Muy entretenida.
En Netflix.