El agua se da, se dona, se escurre, es transparente y, como dice Gabriela Mistral en una deslumbrante prosa que le dedica, “es sin objeto suyo”. Siempre está fluyendo desde los manantiales, en los ríos y, domesticada, en las fuentes o las piscinas. Su presencia permanente en nuestras vidas cotidianas nos hace creer que siempre estará ahí, lavando y regando el mundo. Venimos de ella y no entiendo por qué nadie ha dicho nunca “agua eres y en agua te convertirás”. No es fácil hacerse agua, hay algo muy espiritual en ella, algo bautismal y por algo el Espíritu Santo la eligió entre las materias para manifestarse. Ella es nuestro Espíritu Santo de hidrógeno y oxígeno, ella es “fata morgana” en el desierto, matriz amniótica de las primeras bacterias huérfanas de amor, en el origen, y diluvio devastador en el fin de los tiempos. Sobre ella anduvieron Jesús y Noé, y bajo ella Leviatán y Moby Dick.
Ella existe para que exista la sed. Cuando los beduinos la toman entre sus manos, parece que tuvieran en ellas el oro más puro, y por eso se ponen a cantar, a tener visiones, a alucinar. Encontrarse con el agua después de una larga travesía por la tierra yerma, provoca un éxtasis mayor que el de Moisés cuando, en la zarza ardiente, escuchó a Dios. “Yo soy la que soy”, dice el agua cuando te acercas y miras tu rostro reflejado en su cauce... y si miras bien, encontrarás en su espejo líquido todos los rostros. El agua convoca a todos los rostros que tienen sed. De ella se podría decir lo mismo que alguien dijo de la música de Bach, que es “la esencia en eterno divertimiento”.
El agua nos calma, o nos colma. En ella los niños vuelven a ser los delfines que fueron en una anterior encarnación. Agua dulce, dulcísima, la única que calma y mitiga la quemadura de una jornada dura y áspera, y si miras con tu tercer ojo, descubrirás que al interior de ella danzan cristales invisibles, sensibles. El agua es muy sensible y delicada y por eso huye del mundo ruidoso y basto, y se escurre para esconderse en los pozos profundos de la tierra a esperarnos, para donarse cuando ya no llueva.
Pero de tanto tenerla cerca, disponible, cuando abres los grifos y las llaves, olvidaste que era milagro, como el aire y la tierra. Te olvidaste que el agua era y que de su ser depende tu propia existencia y que en su fluir converge el tuyo y que —como dijo el Oscuro— “no te bañas dos veces en la misma agua”. Ella es la misma pero renovada y renacida cada vez, puro fluir, devenir fresco y trascendencia gratuita, puro darse hasta apagar la Gran Sed que nos consume y extenúa.
¡Agua, agua, agua! —alguien gritará en la tierra agrietada y baldía, con los brazos abiertos, clamando al cielo—. Pero el cielo no responderá. Cuando las nubes no lluevan, seremos puro clamor, grito desaforado a un Cielo ya sin lágrimas. “Agua, regresa a nosotros —dirá otra voz— antes que este invierno seco consuma nuestras últimas reservas de esperanza...”. Un niño dirá “agua”, pero detrás de la palabra no habrá nada, solo la sed, la misma sed de siempre que persigue al hombre desde el comienzo, pero esta vez amplificada, sed que agrietará las gargantas, sed que devastará las almas. Sed de los últimos días, sed de los desesperados que matarán por agua, los Caín de la Sequía, que olvidarán el dulzor del agua bebida en la fuente, el júbilo del manantial y la fuente, del agua que salta. Serán los días aciagos de la Tierra convertida en Marte, los días que ya narró Bradbury, y que profetizaron Isaías y Juan y las machis en la selva fría y los chamanes de la Amazonía, los días y las horas sin agua.
Pienso todo esto, mientras levanto un vaso de agua y lo bebo, lo paladeo, y siento deslizarse el líquido de la Vida por mi garganta y fundirse con mis células. Que cada uno hoy día levante un vaso de agua —esté donde esté— y brinde por el milagro que ha sido y todavía es el agua que siempre bebiste, pero que algún día no has de beber si no la veneras, la haces liturgia y canto, la cuidas, y la miras por primera vez.