Alexis Sánchez se integró a la selección nacional para el partido amistoso jugado el jueves ante Argentina. Y en la conferencia de prensa previa, junto con señalar que no llegaba para “hacer gestos” ni menos para “mediar” en el conflicto que sostienen Bravo y Vidal (y no tendría por qué hacerlo, habría que agregar), dijo que ya no sabía qué récord le faltaba cumplir en la Roja. Lo recalcó como para acallar de una buena vez a los que él sentía que lo han criticado por sus últimas actuaciones en el combinado nacional (con la excepción de los primeros dos encuentros en la Copa América pasada, en realidad, se le ha juzgado con dureza).
Sánchez, de verdad, tiene razón. No solo es el máximo anotador en la historia sino que también el de mayor presencia, el que ha ganado más partidos y el mejor asistidor. Y seguramente esos números seguirán creciendo considerando que le queda un buen rato como seleccionado nacional.
Pero no, eso de las marcas, de los objetivos cuantitativos personales, no es lo que les preocupa a los medios ni menos a los hinchas. Lo que a todos les inquieta —y de ahí tanta insistencia en preguntarle cómo se siente— es si Sánchez volverá a ser la gran figura que siempre fue o si, por el contrario, estaría bueno empezarse a hacerse la idea de que el Niño Maravilla, el cabro chico bueno para la pelota, ya es solo un recuerdo y que de ahora en adelante hay que pensar, más que en su renacimiento, en su mutación hacia otro estadio en su carrera.
Sí, los récords que quedan por batir no son la exigencia ni la obsesión de quienes nos declaramos seguidores de su inmensa capacidad técnica, de su calidad innata, de sus siempre mágicas cachañas ensayadas en las canchas de tierra de Tocopilla. Lo que uno aspira, desde la galería de sus fans, es volver a verlo contento vistiendo la Roja, encendido, pidiendo a gritos la pelota, con ganas de inventar una jugada que no está en los libros para que remate, convierta y se saque la camiseta celebrando como el niño que sigue siendo.
Pero lo que desespera es que parece que esa imagen se fue, ya no está y no volverá. Que se desintegró. Al menos por un tiempo. Hasta que se acabe o Alexis Sánchez olvide, supere o sea capaz de subliminar “eso” que le ha causado tanto daño y que determinó, entre otras cosas, su salida de uno de los tres mejores equipos del mundo.
Sánchez se reintegró a la Roja de Reinaldo Rueda no solo para llevar la presilla de capitán sino que para resetearse, volver al punto cero. Y si bien él dijo tras el partido ante los argentinos que se sintió bien, que se fue contento por haber estado 90 minutos en la cancha, hay que ser claros, categóricos, sinceros: no fue un partido para su reivindicación. Ufff. Ni siquiera para aquietar las dudas.
Alexis corrió mucho, cumplió a la perfección el ordenamiento táctico impuesto por el entrenador. Incluso por ahí hasta intentó una aceleración como esas que hacía antes.
Pero no gravitó. No hizo un buen tándem con Parot por la izquierda. No estuvo en el grupo de los mejores (ese que encabezó Paulo Díaz). Ni tampoco logró el reencuentro consigo mismo y con los hinchas (como sí lo hizo el mismísimo Claudio Bravo).
No. Alexis Sánchez estuvo pero ni se notó. Y no es que el equipo no jugara para él, ni menos que el DT le “tuviera mala”.
No. Es otra cosa que impide que retorne. Es lo que preocupa.